El mago de Oz (1939)

Hoy es uno de esos días en los que vestimos de gala este Desván. Quitamos las telarañas. Espantamos a los murciélagos. Nada de zombis, ni oír hablar de fines del mundo o de suicidios. Hoy limpiamos un poco esa capa de polvo que cubre las ventanas, y que impide que la luz entre. Porque hoy tocan luces, muchas luces. Os traigo una de esas películas con mayúsculas. Un delicioso clásico, hoy sí, de los que son totalmente imprescindibles. Nos vamos a 1939. Y cerrad los ojos, porque viajamos al País de Oz.

Dorothy es una muchacha que vive en Kansas junto con su tía Emma, su tío Henry y su inseparable perro Totó. En la granja en la que habitan, también hay tres campesinos que llevan a cabo las labores diarias. Un día, Totó muerde a Miss Gulch, una poderosa y malhumorada vecina, que decide llevárselo. Pero Totó escapa y regresa junto a Dorothy. Ambos deciden huir, aunque terminarán regresando. Y cuando lo hacen, una violenta tormenta se cierne sobre la granja. Dorothy recibe un golpe y cae inconsciente.

Cuando despierta, está en el País de Oz. Un mundo diferente y colorido, donde todo parece rezumar magia. Un mundo en el que caben hadas, malvadas brujas, y los personajes más particulares. El Mago de Oz, desde Ciudad Esmeralda, es quien gobierna este universo fantástico, y Dorothy pronto descubrirá que para regresar a Kansas tendrá que recurrir a él.

Así que inicia su viaje, recorriendo el archiconocido camino de baldosas amarillas. Un sendero que le llevará a numerosos lugares y le deparará mil sorpresas. Se topará con tres personajes que la acompañarán en su aventura. A cual más sorprendente y fiel. Cómo olvidar a ese hombre espantapájaros, que sueña con un cerebro e inteligencia, y sin sospecharlo se convierte en reflejo de la razón y la lógica. O a nuestro desalmado hombre de hojalata, que no tarda en demostrarnos que es sensible como pocos. O al león más cobarde del mundo.

En cualquier recuerdo que se precie de este filme tiene que haber un nombre propio, resaltado en negrita. Porque aunque todo el reparto es colosal, Judy Garland se sale. Jovencísima, encarna el personaje de Dorothy, y plasma esa mezcla entre inocencia y perspicacia tan infantiles como nadie. Nos traslada continuamente de la parte más fantástica de la historia a la más musical. Cuando queremos darnos cuenta, estamos tarareando unas canciones que, hayamos o no visto esta película, conocemos más que de sobra. Y, además, refleja sin fisuras la evolución de la propia Dorothy: temerosa e insegura al principio, pero cada vez más resuelta a medida que va dejando baldosas tras de sí.

Basada en la novela infantil de Lyman Frank Baum, la película no es una adaptación a rajatabla de esta obra. Pero sí que parece recoger la esencia y el sentido que el autor quiso darle. Porque “El Mago de Oz”, más allá de una historia fantástica aderezada con tintes de musical, se nos presenta como cualquier fábula infantil que se precie. Nos deja ese resquicio a la reflexión posterior. Refleja valores básicos como la amistad o la lealtad. Nos habla de nuestros sueños, de nuestras metas, y de la constancia y perseverancia que exige el alcanzarlas. De seguir avanzando con nuestros zapatos rojos, en los que brilla la personalidad y la convicción. Nos advierte de que siempre nos toparemos con obstáculos en ese camino, y no todas las personas con que nos cruzaremos serán espantapájaros o leones inofensivos. También habrá brujas, egoísmos y desconfianzas a vencer. Y nos habla de esas apariencias que tantas veces engañan.

Fantasía y realidad suelen llevarse mal. Son conceptos casi opuestos, que como todos los enemigos se pelean y se solapan a veces. “El Mago de Oz”, sin embargo, los fusiona en su genialidad. La fantasía entronca con la realidad: este filme nos habla de la importancia de lo cercano, de lo real, de lo que vemos y de quienes nos acompañan cada día. Pero quizás nos sugiere algo más. Quizás la magia se escabulla, de vez en cuando, del País de Oz. Puede que en nuestra imaginación y en nuestros sueños esté la más poderosa de las magias.

Y puede que, para vislumbrar a veces nuestro camino de baldosas amarillas, tengamos que recurrir a algún hechizo.

“Y no olvides, mi sentimental amigo, que un corazón no se juzga por lo mucho que tú ames, sino por lo mucho que te quieran tus semejantes”