La reina descalza (Ildefonso Falcones)

Tras concluir la lectura de “La reina descalza”, me he dado cuenta de que tengo un problema con Ildefonso Falcones. Un problema que se llama “La catedral del mar”. Fue su primera novela y también fue mi primer acercamiento a su narrativa. Y el problema es que esa historia, dinámica, trepidante a veces, emotiva otras, me ganó por completo. Por eso temía en parte volver a aproximarme a este hombre. Ese temor a una decepción casi lógica cuando nuestra referencia es un historión.

Y por eso quería empezar la entrada con esta no sé si llamarla advertencia. Para que quienes conozcáis a Falcones tan solo por aquella catedral del mar podáis fijar o asentar expectativas. Suelo dejar las conclusiones para el final, pero esta vez no tendréis que esperar tanto. ¿Me ha gustado “la reina descalzada”? Rotundamente, sí. ¿Hay peros? El único pero es el subjetivo, el personal y el esperable: que no estamos ante otra catedral del mar.

Tenemos personajes fantásticos, trabajados y redondos, sí. Es imposible no empatizar desde el principio con Caridad. Una mujer que, quizás sin serlo, se convierte en la auténtica protagonista de esta novela. Una esclava negra, mil veces vejada, que se ve apartada de su propio hijo. Pero que también se ve repentinamente alejada de sus cadenas. Libre en la Sevilla de mediados del S. XVIII.

Sin Caridad, sin “Cachita”, no habría historia. No nos sumergiríamos entre los clanes gitanos de Triana. No seríamos testigos de su amistad con Milagros, una hermosa gitana rebelde. Una muchacha que será capaz de quebrantar las atávicas normas gitanas, esas leyes nunca escritas, en pos de lo que el corazón le dicta. Sin Caridad no conoceríamos a los Carmona, ni a los García. Sin Caridad, no nos encontraríamos con un bondadoso Fray Joaquín atrapado entre su implacable fe y unos impulsos que parecen llevarle a traicionarla. Ni a tantos otros.

Y sin Caridad, no seríamos aquí testigos de la persecución que sufren estos gitanos, que ven sus bienes confiscados y se ven separados de sus familias. Nuestros protagonistas no son la excepción. La distancia, marcada del modo que sea, se nos antoja como tónica y empezamos a ser testigos de las historias paralelas de cada uno de nuestros personajes. Trágicas, míseras, y a cual más dramática, Falcones mantiene siempre esa justa llama de esperanza que impide que se apaguen del todo. Y se guarda, además, la baza de un destino empeñado en conducirlas hacia una línea común.

Como novela histórica, cumple con creces. Nos hace viajar varios siglos atrás en el tiempo y recorrer las calles de Madrid, Sevilla o Cádiz. Nos sumerge de lleno en la cultura calé, en su día a día, sus costumbres y unas tradiciones singulares que perviven generación tras generación. Nos aproxima al honor, a los matrimonios casi concertados, a las inevitables rencillas entre familas y clanes. A la venganza cuando es sinónimo de muerte. También nos hace saltar de las castas más míseras, marginales y denostadas a los entornos más nobles, florecientes y boyantes, sin que apenas nos demos cuenta. Lo consigue y quizá lo haga en exceso. Diría que las más de 700 páginas conviertan el detallismo en un lastre en algunos tramos.

Pese a ello, Falcones nos deja lo que mejor sabe hacer. Esta “reina descalza” que nos lleva a otras vidas, a otros tiempos, a otros lugares. Y ahí Falcones es casi único. A través de las pasiones, a través de un cruce de historias con el amor y la amistad como remanente, nos hace creer que durante unos días hemos estado viviendo en otra época. Como testigos, casi como otro personaje más. Sintiendo con nuestros protagonistas.

No es, como comenzaba diciendo, otra “catedral del mar”. No es tan ágil, ni tan viva, ni tan dinámica. Es quizá, simplemente, más histórica. Pero no deja de ser una gran historia, o una gran vía en la que convergen pequeñas historias. Si os llama la época, si os interesa la cultura cíngara o si, simplemente, os apetece viajar un rato al pasado, Falcones nos deja aquí un pasaporte más que apetecible.