La naranja mecánica (1971)

Pese a que apenas era siquiera un adolescente, recuerdo perfectamente la primera vez que esta película pasó ante mis ojos. Y digo pasó ante mis ojos porque puedo decir, con cierta vergüenza, que la primera vez que Stanley Kubrick se puso ante mí yo no lo quise ver. Pero es cierto. Nos colaron “La naranja mecánica” inesperadamente en una clase de Ética. Y yo, que siempre he sido un alumno muy aplicado, no había hecho mis deberes de Historia. Así que mi atención y mi concentración se fueron con los Austrias y compañía, lejos de la pantalla. 

Afortunadamente, años después me atreví con este filme. Si no el más redondo del neoyorquino, sí es sin duda el que plantea un trasfondo más sólido, profundo e interesante. Impregnada de unos tintes futuristas bastante particulares, “La naranja mecánica” nos traslada a un mundo en el que prácticamente reina la anarquía, sin que apenas intuyamos ley u orden establecidos. Ello da lugar a un contexto en el que prima, y a la vez preocupa, la violencia.

Así conocemos a nuestro protagonista, Alex DeLarge (Malcolm McDowell). Un joven que vive con sus padres y que es líder de una pequeña banda criminal con aires un tanto sectarios. Durante la noche, Alex y su banda aprovechan para cometer sus fechorías y sumirse en su espiral de violencia particular. Pero las cosas se tuercen para nuestro protagonista cuando es descubierto y puesto entre rejas.

Una vez allí, se nos presentará la auténtica miga del filme. Nuestro DeLarge, hastiado en su encierro, descubrirá la existencia de un tratamiento experimental que el gobierno pretende llevar a cabo y que le acercaría a la libertad, y participará de él. Un tratamiento de choque consistente en el visionado de una serie de películas especialmente violentas y degradantes, sin posibilidad siquiera de pestañear, y con la Novena Sinfonía de Beethoven (su favorita) como trasfondo musical.

Así, Kubrick nos trasladará visualmente a la frontera entre la ética y la propia libertad individual proyectada en Alex, que se verá alterada en el supuesto beneficio del bien común. ¿Hasta qué punto es algo justificable o hasta qué punto podría atentar contra la humanidad más básica? ¿Hasta qué punto podría una imagen cambiarnos y afectar a nuestra propia libertad de decisión, deshumanizándonos en parte? Esa suerte de vulnerabilidad ante lo visual, muy asimilable si la proyectamos hacia nuestros días, parece otra de las reflexiones más inmediatas.

Hay más temas y el filme toca la religión, el sexo, los intereses y la manipulación política. Incluso, hacia la parte final, la compleja reinserción en la sociedad de una persona que, durante un tiempo, ha vivido no sólo al margen, sino rechazada por ésta. Aunque el concepto más expuesto, sin duda, es el de la violencia y la dualidad desde la que Kubrick parece plantearla. La violencia como algo impuesto, o la violencia como algo íntimamente humano. He ahí el dilema que casi nos lega y que, prácticamente, es el engranaje de toda la cinta.

Podríamos hablar de reparto, o profundizar en una banda sonora que me parece magistral sin apartarse apenas de la música clásica. O de ritmo, aunque sólo diré que cada vez que he visto esta película, me ha resultado más entretenida y con menos altibajos. Pero estamos ante uno de esos casos en que todo esto se torna casi en algo secundario.

“La naranja mecánica” es una película esencialmente para la reflexión, para la crítica, y para hacernos preguntas. Por eso es más que una indispensable: es una de esas películas que, creo, todos deberíamos ver en algún momento de nuestras vidas. Y lo mejor, para mí, de un Kubrick con el que siempre he tenido mis altibajos en la gran pantalla.