El último encuentro (Sándor Márai)

Dedicar un puñado de palabras a la novelita que me traigo hoy al Desván es todo un reto. Novelita sólo en cuanto a extensión, porque en las 200 páginas de “El último encuentro”, del húngaro Sándor Márai, hay muchísima miga. Muchísimo más fondo de lo que cualquier sinopsis podría sugerir.

Convendría comenzar advirtiendo lo más obvio, quizás lo único obvio en esta historia: no estamos ante un page-turner. Esta no es una de esas lecturas sencillas, ligeras, que prácticamente se escapan de nuestras manos sin que apenas nos demos cuenta. Diría que es una lectura compleja, al menos en los primeros compases. Confieso que me costó unas decenas de páginas adaptarme al estilo de Márai, realista y refinado, combinando largas oraciones con otras efímeras y tan rotundas como un golpe. Hay que aproximarse con paciencia al terreno que Márai nos ha labrado, a ese ritmo flemático inalterable.

Y cuando ya lo hacemos, nos encontramos con dos hombres, Henrik y Konrád.  Dos hombres  que llegaron a ser grandes amigos en su juventud y que vieron sus vidas separadas de pronto. Konrád parte hacia oriente, prácticamente de la noche a la mañana, sin previo aviso. Y Henrik se queda en su casa victoriana, con su soledad y envuelto en un puñado de sospechas.  Y con su mujer, Kristzina.

Una mujer que será ese vínculo pasado de ambos protagonistas. Ese catalizador que, casi medio siglo después, motivará el esperado rencuentro de Henrik y Konrád. Una cena en la mansión de Henrik, un tanto decrépita, será el escenario de un último combate dialéctico en busca de una verdad diluida por el tiempo.

Y ahí nos plantamos como testigos, para observar cada gesto, y atentos a cada palabra de la conversación. Un diálogo que tiende enseguida hacia el monólogo de Henrik, con menos lugar a la réplica por parte de su amigo. Sándor Márai sabe sumergirnos en esta atmósfera casi claustrofóbica, sin duda tensa, algo gótica, y lo hace a través de vislumbres en la descripción. Grandes salones, candelabros, velas que se apagan y tormentas más que oportunas que acompasan el monólogo justo cuando explota en su incisión. 

En esta especie de soliloquio está la auténtica esencia de la novela. Henrik no se limita a escarbar en su pasado, en el pasado común, en busca de las respuestas que necesita. También, con elegancia y cierto deje de ironía, se aproxima a lo existencialista y a algunos de esos temas casi capitales. Tocando la guerra, rozando la religión y plasmando las diferencias entre la concepción de la muerte en el mundo occidental y oriental, entre otros asuntos. Replanteándonos de paso pilares como pueden ser la amistad o las pasiones humanas, enfocados aquí desde un prisma crítico, casi filosófico y con innegables tintes pesimistas.

Me traigo hoy, en definitiva,  una novela que disfruté un montón tras las primeras decenas de páginas. Una historia densa, que no se queda en lo somero. Profunda, de las que casi piden relectura y que demanda una atención casi detallista del lector. Quizá sólo ahí, en alguno de esos detalles, podamos vislumbrar parte de esa verdad que nuestros dos protagonistas pretenden rescatar.