El tango de la Guardia Vieja (Arturo Pérez-Reverte)

Vengo hoy con un reencuentro. Con un autor que, siempre lo he confesado, no es precisamente santo de mi devoción con sus historias. Cuando me topé por primera vez con “El tango de la guardia vieja” supe dos cosas. La primera, que me venía que ni al pelo como regalo para mi padre, a quien le encanta Reverte. Y la segunda, que ya que ocupaba un lugar en la estantería, esta novela iba a servirme para darle otra oportunidad al autor. Y acerté en las dos cosas.

“El tango de la guardia vieja” es el elemento que se empeñará en ligar las vidas de nuestros dos protagonistas. Desde que bailan por primera vez en uno de los salones del Cap Polonio, un lujoso trasatlántico alemán, hallar ese tango en los arrabales bonaerenses se convertirá en poco menos que una obsesión. Y cuando al fin lo encuentran, el tango les unirá insospechadamente. Sin importar la distancia o el tiempo que pongan de por medio, ese tango será casi un imán que les anclará al mismo recuerdo y a unos sentimientos que resucitarán una y otra vez.

Hay varias subtramas más, pero en esencia la novela se sustenta en un romance: Él, Max, apuesto, calculador, seductor, y que trabaja como “bailarín mundano” en el Cap Polonio hacia finales de los años 20. Bailar es su trabajo (o más bien su fachada) y bailando conoce a Mecha Inzunza, una hermosa y misteriosa mujer que viaja junto a su marido, reputado compositor. Es sólo el planteamiento de uno de esos amores que resisten distancias, oscilan sin apenas término medio, devoran intenciones más egoístas e incluso traspasan décadas.

Buena parte de la culpa de que me haya quedado con un buen sabor de boca está en ellos, en Max e Inzunza. Más en ellos que en su propio romance, que aunque dista muchísimo de estar edulcorado no deja de ser de los que sólo tienen cabida en la ficción. O quizás en otra época. Inzunza y Max no son nada arquetípicos: son complejos, atractivos, inteligentes, pero humanos y creíbles. Dudan, cometen errores, mienten, guardan secretos, mantienen intenciones ocultas, y no siempre tienen a mano la frase perfecta que transforme el gris en color de rosa.

El hilo argumental fluctúa en repetidos flashbacks y nos conduce  entre tres épocas y escenarios: el Cap Polonio y Buenos Aires hacia 1928, Niza casi una década después en plena Guerra Civil española, y Sorrento, en Nápoles, durante los 60. Reverte combina su incuestionable riqueza en la descripción histórica con unos diálogos de todo menos banales, que aligeran y dan mucho ritmo a la narración. Casi podemos movernos entre los ambientes más selectos y los lugares más emblemáticos de Niza. Caminar no sin temor por la Buenos Aires más mísera. O sentarnos en un café sorrentino y ser testigos de lo que Max e Inzunza se cuentan, conociendo su pasado, sus secretos y el lugar en que el caprichoso destino los ha situado. Vagamos, con ese pretexto, por los contrastes de las épocas que se nos presentan, plasmados en las costumbres o incluso en la música.

La historia tiene más vértices, otras tramas que tocan intrigas y que la completan y le dan bastante dinamismo, algo que siempre me había costado encontrar con Reverte. Para descubrir más, os tocará leer. Yo me quedo, como decía al principio, con un reencuentro literario agradable. Y con una tercera oportunidad que me hace no descartar una cuarta. Me sigue faltando un algo difícil de identificar en el estilo de Reverte. O quizás es sólo fruto de estar moviéndome en un terreno que no suelo pisar con frecuencia. Pero esta vez sí puedo decir que, en general, he disfrutado. Con la historia, con el viaje, con las vidas de los protagonistas. Con un amor quizá imposible, pero de los que no saturan.