Farenheit 451 (Ray Bradbury)

A pocos nos gustaría vivir en el mundo que nos dibuja Ray Bradbury en la novela que hoy he decidido traerme al Desván. Un mundo sin literatura, en el que los libros sólo existen de dos formas: clandestinos, o convertidos en cenizas. “Farenheit 451” es una distopía, otra más de las que ocupan las estanterías de este rincón. En este caso  en la línea más clásica, su publicación nos remonta a 1953. Sólo unos años después de que Orwell nos invitase a mirar, no sin preocupación, hacia 1984.

Guy Montag es quien se erige como protagonista principal de esta historia. Nuestro Guy es un bombero que vive junto con su mujer Mildred. Pero hay que desligarse de la concepción actual de bombero, y tener en cuenta que en “Farenheit 451” los bomberos no apagan incendios ni rescatan a nadie. Su cometido es quemar los pocos libros que quedan, como si fuesen una especie de arma que pudiese poner en peligro a toda la población. Nadie comprende lo que aparece en unos legajos llenos de cosas demasiado extrañas, y quien se atreve a interpretarlos es al mismo tiempo un loco, un delincuente, y un peligro para el resto. Los libros son inútiles y la premisa es asumida como un dogma por una sociedad que, desde el principio, se nos antoja dormida.

Pero la vida de Guy cambiará por completo cuando aparece la joven Clarisse McClellan. Una joven distinta, peculiar. Clarisse colecciona mariposas y le gusta empaparse de lluvia. Todo el mundo cree que está loca, incluso Guy lo cree tras intercambiar unas pocas palabras con ella. Sin embargo, tras su naturalidad y su aparente inocencia, pronto descubrimos en Clarisse lo que realmente la hace tan diferente: Clarisse piensa y reflexiona. Y, sobre todo, se hace preguntas continuamente. Unas preguntas que traslada a Guy, y que poco a poco rompen el muro del escepticismo inicial de nuestro bombero. Y cuando Clarisse finalmente desaparece, Guy empieza a darse cuenta del verdadero mundo en el que vive.

Bradbury se sirve de una prosa muy pausada para guiarnos por la historia, y poco a poco nos traza una sociedad un tanto futurista, y totalmente esclava de la tecnología. La felicidad existe, pero es fruto de la ausencia de curiosidad y conocimiento. Los Licenciados y profesores viven perseguidos y marginados, como vagabundos en las afueras de las ciudades. Una sociedad aletargada y de la que Mildred, la esposa de Guy, es fiel reflejo. Una mujer sin ningún tipo de iniciativa, que ha perdido toda su capacidad crítica e imaginativa, y con la que nos es imposible empatizar en ningún momento. El contrapunto es el propio Guy, un personaje redondo que despierta de ese mismo letargo, evoluciona y se humaniza a medida que devoramos páginas.

Una distopía que Bradbury sustenta en una fuerte carga de metaliteratura, algo que casi le otorga ya de por sí el beneplácito de cualquier lector que hoy en día se enfrente a esta historia. Yo no he sido ninguna excepción, pero sí que es cierto que como distopía, ese trasfondo me ha resultado algo somero, se me ha quedado un poco a medias. Bastante lejos de Orwell, o del Mundo Feliz de Aldous Huxley.

Una de esas historias que, por el mero hecho de ser lectores, ya tiene un punto que os puede gustar. Y a tener en cuenta si os gusta esa reflexión que, como siempre digo, traen consigo las distopías.