Es bastante sencillo situarse en
el punto de partida de la película que este miércoles me he traído al Desván.
No es una situación extraña, a priori. Todos la hemos vivido. Imaginemos una
reunión entre amigos. Una de esas reuniones que me gustan particularmente poco:
una despedida. Y una despedida, además, imprevista. John Oldman es profesor y
decide convocar a sus amigos, todos colegas de profesión, pero más amigos que
simples colegas. Entre comida, cervezas y algún que otro whisky, pocos se
explican la repentina marcha de John. Le tocará explicarse, y veremos que le
cuesta, y veremos que su reticencia es bien fundada. Fin de lo cotidiano, fin
de esa facilidad para ubicarse.
John comienza a hablar y confiesa
algo imposible: es un hombre
prehistórico, ha vivido miles de años. Y ha sido testigo de varios de los
grandes acontecimientos históricos que han llegado hasta nuestros días. Vamos,
que su apellido tiene retranca, y mucha. Y así comenzará a fluir la historia,
entre el lógico escepticismo inicial, la posibilidad de que John simplemente se
haya construido una historia asombrosa y les esté tomando el pelo, la
posibilidad de que haya perdido el juicio, y alguna que otra teoría más.
Llegarán las preguntas, llegarán las respuestas. Las dudas se multiplican, pero
John permanece firme, sus afirmaciones tienen cierta coherencia. Sus palabras
apenas muestran grietas. ¿Puede ser cierto todo lo que afirma?