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sábado, 31 de diciembre de 2011

Santa Claus

               Billy abrió los ojos y observó sólo la oscuridad más absoluta. Giró sobre el colchón por enésima vez aquella noche hasta situarse boca arriba. Allá donde debía estar lo infinito del color blanco del techo, él sólo apreciaba una negrura anodina. El cansino avanzar de las agujas de su despertador, un chasquido casi inapreciable, conseguía sin embargo incomodarle. Afuera, el aire hacía temblar de cuando en cuando las persianas.

                Billy no recordaba haber conseguido nunca pegar ojo durante la noche de Navidad. Permanecía siempre despierto, atento a cualquier mínimo ruido o movimiento que pudiese revelar la presencia de Santa Claus. Ello, unido a esa mezcla entre excitación e incertidumbre sobre los regalos que le aguardarían al amanecer le impedían dormir siempre.


                Nunca había conseguido ver a Santa. Tenía que conformarse con todo lo que su padre le había narrado acerca de él: que aparecía en un trineo tirado por renos, que portaba un saco lleno de regalos para todos los niños del planeta, que entraba siempre a través de la chimenea. Sí, eso se había quedado bien clavado en la mente de Billy. Además, creía haber visto alguna imagen similar en televisión, así que debía ser cierto.

                Billy había perdido toda esperanza. Aún recordaba la noche de navidad de hacía dos años. Aquella madrugada había permanecido tras la puerta de su cuarto, en vela, observando a través de un mínimo hueco la chimenea apagada, que presidía la sala en penumbra. Sobra decir que nadie apareció manchado de ceniza, y sin embargo cuando Billy entró en la sala, los regalos ya habían sido colocados.

                Billy descubrió de pronto que tenía sed. Buscó a tientas el interruptor y prendió la lámpara de la mesilla de noche. La luz, de un pálido color amarillo, iluminó una estancia que le pareció triste y extraña sin la luz del día. El corto pasillo que le separaba de las escaleras parecía sumido en la misma atmósfera, ya que su madre tenía por costumbre dejar encendida una de las lamparillas del pasillo durante la noche. Billy recorrió resbalando los últimos metros del pasillo y comenzó a descender los escalones. Pese al grueso pijama y a los calcetines que llevaba puestos, sentía frio. Temblaba leve pero incontrolablemente, y los dedos de sus manos parecían entumecerse por momentos. Aquella casa era horrible en los inviernos, pero sus padres seguían empeñados en pasar allí las navidades. Para estar más cerca del resto de la familia, aseguraban.

                Ya en la planta inferior, se disponía a encender las luces cuando reparó en la luz que se proyectaba sobre el suelo de madera. Procedía de la cocina. Intrigado, se aproximó poco a poco. La figura de la que tantas veces su padre le había hablado le daba la espalda. Paralizado ante Santa, fue incapaz de pronunciar palabra.

                Frente a él, los ojos de su madre se abrieron, desorbitados, al advertir su presencia. Se agitó en la silla y después serenó súbitamente la expresión de su rostro, como si se hubiese percatado de pronto de que no había hecho lo correcto. Al advertirlo, Santa Claus se dio la vuelta, y Billy pudo distinguir a su madre, sentada en una de las sillas del comedor. Sus piernas y sus manos permanecían ligadas a la silla por gruesas sogas, y un pañuelo blanco, firmemente adherido a su boca, la impedía pronunciar palabra. 




                Entre Billy y Santa, medió un instante vacío. Un momento de duda. Un fragmento de tiempo que se habría congelado de no ser por el ulular del viento en el exterior, y por los amortiguados gritos de su madre, debatiéndose con sus ataduras. Sonidos que recordaban que, más allá de aquella efímera burbuja de calma, el mundo seguía girando. A Billy no le gustó aquella calma. Y distinguió algo en los desmesurados ojos de su madre. Fue solo un destello, un brillo inaudito que, por alguna razón, instaló en Billy la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo terrible.

                Lo siguiente ocurrió demasiado rápido para que Billy pudiese pensar en lo que hacía. Cuando reparó en el repentino movimiento de Santa, precipitándose hacia él y devorando los escasos metros que les separaban, sus piernas ya se habían puesto en movimiento. No sabía adónde se dirigía. Se dejaba llevar por algo que conocía, pero a lo que nunca había buscado un nombre. No pensaba. Sólo devoraba metros de madera y escalones. Cuando volvió a tener conciencia de lo que hacía, se hallaba de nuevo en el corredor de la planta superior. Comprendió con terror que aquel extraño impulso natural le llevaba de nuevo hacia su cuarto, y que aquel lugar no le ofrecía salida alguna. Era ya demasiado tarde para rectificar. Escuchó la agitada respiración de su perseguidor y echó atrás la mirada. Santa había recorrido el último tramo de escaleras y, seguramente consciente de que su presa estaba atrapada, le observaba con atención mientras resollaba.

                Billy apagó todas las luces y se sumió en la más absoluta oscuridad de su cuarto. No esperaba que bloquear la puerta con el pestillo fuese de demasiada utilidad, pero aún así lo hizo. En el pasillo, podía escuchar los calmados pasos de Santa aproximándose a la puerta. Billy avanzó a tientas. Había recorrido su habitación en la penumbra en cientos de ocasiones, la mayoría de las veces por pereza a la hora de encender la luz o una de las lámparas. Sin embargo, en aquella ocasión, nada estaba donde debía estar. Presa del nerviosismo, había perdido cualquier referencia. Pensó que era como cuando su madre, en uno de sus obsesivos arrebatos de limpieza total, colocaba todo a su antojo transformando la pequeña guarida de Billy. Después sonrió y, después, se preguntó cómo podía haber lugar para un atisbo de humor en la situación en la que se encontraba.

                El primer golpe en la puerta astilló la madera en un punto próximo al pomo. A Billy el golpe le pareció una auténtica explosión que había destruido su cuarto y toda aquella casa. Todo quedó en silencio y Billy llegó a pensar que había sido así. Que, en realidad, la oscuridad en la que se había ocultado simplemente se había fusionado con la negrura de la muerte. Fue un pensamiento casi delirante y fugaz, ya que el segundo golpe le despertó de su extraño trance. Su mano izquierda entró en contacto con algo: algo redondo y liso. Billy probó a intentar moverlo y, no sin dificultad, lo logró. Se trataba de una de las horribles lámparas que su madre había insistido en colocar en la habitación. Billy recordó alguna de las películas que tanto le gustaba ver. En situaciones como aquella, los protagonistas siempre se salvaban utilizando cualquier cosa como arma. Algo en él le decía que aquello no era una de esas escenas de acción, que algo tenía que salir mal porque, como siempre decía su madre, fuera del cine los buenos no siempre ganaban. Pero no se le ocurrió nada más. Ahora tenía que tratar de esconderse. 




                Ni siquiera había avanzado un paso cuando uno de los golpes provocó un desgarrador crujido y Billy comprendió que la puerta había cedido. Exploró la oscuridad a su alrededor hasta distinguir el tenue rectángulo de luz amarillenta que enmarcaba la oronda figura de Santa. Estaba prácticamente inmóvil y sujetaba algo que en aquel momento descansaba sobre su hombro derecho y reflejaba la débil luz que procedía del pasillo. Santa permanecía inmóvil, algo encogido, como si escrutase la oscuridad. Billy pronto comprendió que la luz exterior no era suficiente para que Santa pudiese ver el interior de aquella habitación. Sabía que debía hacer algo y sabía que, en cuanto la mano de Santa recorriese la pared y hallase el interruptor de la luz, estaría muerto.

                Sus pies volvieron a moverse solos, como guiados por aquella fuerza ajena a su voluntad. Avanzó de puntillas, aguantando la respiración. Escuchaba los latidos de su corazón. Eran, en realidad, como un repetitivo tambor oculto en algún recóndito lugar de su cabeza. El sonido era tan potente que temió que incluso Santa pudiese percibirlo. Miró al suelo y observó el irregular arco de luz que se arrojaba sobre la moqueta. Avanzó hasta casi el límite en que la oscuridad daba paso al amarillo pálido y situó la lámpara por encima de su propia cabeza.

                Santa dio un paso hacia el interior de la estancia en el momento justo. La lámpara se estrelló con un crujido contra el marco de la puerta y Billy cayó de bruces justo al principio del pasillo. Se levantó en cuanto se cercioró de que había perdido la verticalidad, pero Santa asió su pierna izquierda. Billy se zafó propinándole una patada y corrió hacia la puerta más próxima. Era la tercera a la derecha, la del baño de la planta superior. Su respiración era desbocada y notaba los cabellos empapados y las primeras gotas de sudor recorriendo su rostro. Trató de cerrar la puerta tras de sí pero Santa estaba justo tras de sí. Billy se arrojó al suelo y retrocedió hasta que notó la fría pared sobre su espalda húmeda. Santa encendió la luz.




                El refulgir del hacha que descansaba sobre el hombro de Santa fue lo primero que Billy llegó a ver. Sus ojos tardaron en adaptarse a la luz, al principio solo apreciaba colores difusos, como en una acuarela. Después distinguió aquella figura, descomunal vista desde el suelo, y el arma que descansaba sobre su hombro derecho, y se echó a llorar. Santa avanzó tres pasos más y Billy apreció por primera vez su sonrisa, totalmente anormal. Tenía algo de burlona y algo de enérgica. Muy lejos de la calidez y la tranquilidad que transmitía la sonrisa de su madre, por ejemplo. De pronto pensó en ella, y en cómo terminaría todo aquello. Su imaginación apenas tuvo tiempo de cavilar unos instantes: Santa alzó el hacha lentamente y Billy apartó de él su mirada y la clavó sobre la pared, buscando sin motivo un punto neutro.

                En lugar de ello, encontró el espejo. Un enorme espejo de madera, medio roto, que había estado en aquella casa desde que Billy la recordaba. Le devolvía la imagen de Santa dispuesto a abalanzarse sobre él, pero fue su propia figura la que atrajo toda su atención. Quien estaba sentado, agazapado contra la pared, no era él. El espejo le devolvía la imagen de una muchacha rubia, de ojos clarísimos y rostro plagado de lágrimas que le observaba confusa desde aquel extraño universo tras el cristal. Un rostro de facciones delicadas que le resultó familiar. En aquel momento, parecía más confusa que horrorizada. Billy sólo pudo verla unos segundos. Después, Santa descargó el hacha sobre su cuerpo.




                Aquella mañana, Billy se levantó más pronto de lo habitual. No se había dado la ducha de rigor. No había podido pegar ojo desde que aquella horrible pesadilla había perturbado su sueño, hacía ya varias horas. Había intentado leer para pasar el rato, pero no había conseguido concentrarse. Pese a la temprana hora, su madre ya trasteaba de un lado a otro de la cocina y se apresuró a servirle su desayuno, acompañado de un plato repleto de galletas.

-      No comas demasiado. Recuerda que es Navidad y hoy mamá preparará una cena muy rica. Guarda sitio, ¿vale? – Le advirtió mientras depositaba un fugaz beso en su mejilla.
-      ¿No podemos ir a cenar a casa, mamá? ¿Sólo por un año?
-      Sabes que no, cielo. Tu abuela y tus tíos vienen a cenar. Y, además, Santa no pasa por la ciudad. A lo mejor, con suerte, hasta puedes verle aquí. ¿No te hace ilusión? – Apuntó la mujer con su sonrisa más convincente. Billy optó por no responder y comenzar a dar cuenta, con más parsimonia que de costumbre, de una de sus galletas.
-      Por cierto, cielo, antes de que se me olvide. Tus tíos de Arsonville traerán hoy a cenar a tu prima Anna. ¿Te acuerdas de Anna, verdad? Así que hoy quiero que te portes como un caballerete con ella, ¿me has oído?

Billy debió haber respondido positivamente porque su madre volvió a su tarea y le dejó terminar su desayuno, pero la mente de Billy estaba lejos de aquella cocina, lejos de aquella mañana. Estaba exactamente sobre la imagen de aquella niña que el espejo le había devuelto en su pesadilla. En sus facciones y en aquellos ojos tan claros. Claro que recordaba a Anna.



 Billy, confuso, no comprendía nada. No entendía el porqué de aquel sueño tan raro, ni porque su prima, a la que llevaba meses sin ver, aparecía en él. Sin embargo, una extraña sensación se clavó en su espalda y le acompañó durante toda aquella jornada. Era un frío extraño, un tacto gélido profundo que parecía envolver sus huesos y que, de vez en cuando, le hacía agitarse furiosamente en un escalofrío. 

2 comentarios:

  1. Magnífico relato, además de muy propio.
    Creas una atmósfera muy sólida con apenas unos trazos.
    Un saludo (o dos si sale dos veces..)

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  2. Pues me alegra que te haya gustado. Este me ha salido un poco más largo que de costumbre ;)

    ¡Saludos y gracias por leer!

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