Lost in translation (2003)

Abordando hoy un género de esos a los que no soy tan asiduo, llegamos a la archiconocida “Lost in translation”, un filme que regresó a mí esta vez en forma de reposición televisiva. Una película con la que me he topado varias veces y que puedo decir que es un caso extraño. Porque no es mi género, ni siquiera el reparto se cuenta entre mis favoritos, pero es de esas historias que nunca me han chirriado, que no me canso de ver.

La batuta es de Sofía Coppola y los dos ejes de reparto, de un estupendo Bill Murray y una escandalosamente joven Scarlett Johansson. Tanto, que llega a restar incluso cierta credibilidad a su papel: Charlotte, esa recién licenciada y también recién atrapada en un matrimonio que la llena de dudas. Un poco lo mismo le ocurre a Bob (Bill Murray), actor venido a menos que, aunque en otra etapa de su relación, también se ve prisionero entre los muros del matrimonio.

Ambos, ella acompañando el éxito de su marido, él para rodar un spot publicitario lejos de su familia, se encontrarán el Tokio. En una cultura diferente, que se nos retrata como un contraste que les engulle, que parece que les diluye aún más. Tan grises como perdidos, los dos coincidrán una noche en la cafetería de un lujoso hotel.

Sofía Coppola muestra su buen hacer aquí más que tras las cámaras, especialmente en la propia trama que construye. Huyendo de cualquier tipo de dulcificación, aprovechando inmejorablemente tanto los diálogos como los silencios. Aunque con un trasfondo gris, una pátina de melancolía que parece impregnar no solo a nuestros dos protagonistas sino la propia Tokio en muchas de las escenas, los destellos más cómicos ejercen de contrapunto y la hacen muy llevadera, muy disfrutable. Un registro en el que Murray siempre es una garantía y aquí lo demuestra, más comedido pero igualmente certero en ese humor.  

El tedio de la rutina y la necesidad de encontrar un camino, una identidad, son solo esos dos pilares que sustentan el resto de la película. Porque en torno a ella orbitan muchas más cosas, más temas, y más imágenes. Y sobre todo, un magnetismo y una complicidad entre nuestros dos protas que apreciamos muy pronto y que da lugar a una tensión característica que se prolonga hasta los últimos compases.

Una película para dejarse arrastrar por el tempo más bien pausado por el que opta aquí Sofía Coppola. Alejada tanto del romanticismo como del dramatismo más al uso, se presta a la reflexión y, sobre todo, a identificarse y reconocerse. ¿Quién no ha estado perdido en algún momento, sea cual sea el lugar?