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miércoles, 13 de octubre de 2010

La mejor sonrisa


Sara observó con contrariedad el abundante número de informes que se apilaban al extremo de la mesa. La oficina se había sumido en el silencio del fin de turno. Los teléfonos habían dejado de sonar, casi todos los ordenadores habían cesado en su zumbido perpetuo, y los ventiladores ya hacía rato que no funcionaban.  Sara aún mantenía la luz encendida y su despacho se había convertido en la luminosidad que disentía de la calma, el silencio y la soledad. Echó un fugaz vistazo a su reloj de pulsera para recordarse que hacía veinte minutos que debía haber abandonado el edificio.
Aquella quietud la intranquilizaba de modo inexplicable. Ella no quería calma, necesitaba ajetreo. Necesitaba que los teléfonos sonasen, que el teclear de sus compañeros en sus ordenadores le perforase los oídos y de vez en cuando alguien tropezase con alguna de esas horribles papeleras metálicas. Necesitaba que el mundo le recordase cada poco que continuaba girando. Pensaba en eso cuando comenzó a escuchar los pasos desde el final del pasillo. Parecieron sacarle de aquel pequeño y absurdo trance, y regresó a la anodina labor de archivar informes.

-¿Sabías que eso lo hacen las becarias? – Preguntó una voz desde la puerta. Una figura conocida se inclinó hacia delante y se asomó para observarla desde la penumbra. - ¿Cómo lo llevas?
- Teniendo en cuenta que nunca me asignan becarias, cojonudamente. Pensé que ya te habías ido, Miguel. – Apuntó ella sin mirarle, manejando informes.
- Tenía algo atrasado. ¿A ti aún te queda todo eso? – Preguntó él inclinando la cabeza hacia la montaña de papeles.
- Ajá. – Replicó Sara. Y procuró concentrar su malestar en un suspiro que parecía no querer separarse de sus labios. Sonoro. Interminable.
- ¡Vaya humos! Y yo que iba a invitarte a un café…
- ¿Un café a las diez de la noche? – Observó Sara arqueando las cejas e interrumpiendo al fin su labor con los informes.
- Bueno, donde digo café, podemos decir copa.
- ¿Un miércoles? Suena bien.
- Y donde digo invitarte…
- Podemos decir que pago yo. ¡Estás hecho un galán!
- ¿Eso es un sí?
- Un “tienes un morro que te lo pisas”, más bien.
-Pero un sí. – Celebró él mientras abría ya la puerta que daba al exterior. – Te espero abajo. ¿Jack Daniels?
-No te he dicho que sí. – Respondió ella fingiendo seriedad y comenzando a revolver de nuevo entre los papeles.
-Pero no has dicho que tienes sueño. Ni que mañana madrugas. Ni que te duele la cabeza. Ni que tienes la regla. Ni que no te apetece. ¡Jack Daniels!
-Tengo sueño…
-¡Invito yo! – Gritó Miguel justo antes de cerrar la puerta tras de sí. Sara le respondió elevando también la voz.
-¡Nunca puedo resistirme a tus encantos!
 
Sus palabras se desvanecieron en la oscuridad infinita que parecía rodearla. Y lo agradeció. Agradeció que no se hubiesen quedado reverberando entre las paredes. Era mejor que verdades encubiertas como aquella no se repitiesen demasiado.
Veinticinco minutos después, Sara se encontró frente al espejo del ascensor con su mejor sonrisa. Y se asustó. Se aterró al pensar en todo el tiempo que llevaba sin esbozarla. Tembló al darse cuenta de lo deprisa que su imaginación estaba trabajando. Como si fuese a servir de algo, se prometió a sí misma que aquella noche no sucedería nada, pasase lo que pasase. No importaba lo rápido que a aquel cabrón de su pecho le diese por latir.
En el trayecto en ascensor desde la cuarta planta hasta el hall no había dejado de pensar en Miguel. En cómo había llegado hacía unos meses a la oficina cubriendo una baja, y en cómo había simpatizado con él desde el principio. Era irónico y ocurrente, y hacía uso de un sentido del humor demasiado imaginativo, casi infantil. Pero también era atento y en ocasiones se mostraba sensible. Y era atractivo: tenía unos ojos de un color azul claro que parecían no encajar del todo en sus facciones difuminadas. Y se afeitaba la cabeza, quizás ante la amenaza de una alopecia demasiado precoz.

Cuando hubo abandonado sus pensamientos ya había localizado a su compañero en una de las mesas del fondo. Había llegado a la cafetería envuelta en ese estado de automatismo en que a veces nos sumen los pensamientos. El local, pese a ser mitad de semana, estaba bastante concurrido, principalmente por parejas que se congregaban en torno a la barra o grupos de amigos que se agolpaban en las mesas. Miguel la miraba estudiando la carta de cafés. En su mesa había dos vasos, y una silla libre que la reclamaba.
- ¿Ya te los sabes de memoria?
- No. En realidad sólo me estaba haciendo el interesante.
- Perdona por tardar. – Se disculpó ella mientras tomaba asiento y depositaba su bolso sobre la mesa. Su mirada se posó sobre el vaso que tenía delante.
- Sí, es para ti.
- ¿No he llegado y ya quieres emborracharme?
- Nadie se emborracha con un solo vaso. Mírame, llevo meses sin beber y pronuncio ferpectamente las lapabras.
- ¡Ferpectamente! – Afirmó ella, elevando el vaso a la altura de sus cabezas. – Por los cafés a las diez de la noche.
- Por los cafés a las diez. – Correspondió él haciendo sonar los vasos, y bailar en hielo en ellos. - ¿Sabes que nunca había salido un miércoles por la noche? Ni en mi época de universitario…
- Eso sólo puede pasar aquí en Arsonville. La gente prefiere salir a quedarse en casa. No importa que sea Lunes o Sábado.
- Gracias. Ya me siento menos alcohólico.
- Pues yo empiezo a estar algo borracha. ¿Pedimos otra y mientras voy al baño?
- Venga, pero sólo una más. Si no tendrás que llevarme a rastras a casa.

Sara había notado que el alcohol se le subía a la cabeza, aunque le parecía aún muy pronto. Comenzaba a notar calor en su frente y en las mejillas. Pero no fue hasta ponerse en pie cuando realmente comenzó a sentirse mal. En un principio se sintió un poco mareada y caminó tambaleándose un par de pasos ante las carcajadas de Miguel. Luego pareció asentarse y continuó caminando hacia el lavabo, pero sólo había avanzado unos cinco metros cuando tuvo que detenerse. La sensación de mareo había vuelto, pero muy acentuada. Segundo a segundo, las siluetas que tenía a su alrededor se difuminaban, adquirían un matiz evanescente. Se convertían en sombras y luego en simples manchas de color. Los sonidos le llegaban también de una forma extraña. Entonces todo empezó a girar. Los sonidos empezaron a confundirle. Las manchas de color, a fundirse en una vertiginosa ruleta. Antes de perder el sentido, Sara sólo pensaba en cómo se libraría de tomar una segunda copa que nunca había deseado.

Un viento furioso azotaba los cristales aquella mañana. En una de sus acometidas más feroces, había despertado a Miguel. Nada más abrir los ojos, casi mecánicamente, observó las manecillas luminosas de su reloj. Aún era pronto, pero sabía que no volvería a dormirse. Así que se levantó, abandonó su cuarto y se adentró en el salón en penumbra.
La tenue luz de una lámpara iluminaba el rostro de Sara, que descansaba en el sofá. Cuando se había desvanecido la noche pasada la había llevado a su casa, y no había encontrado un lugar mejor para acomodarla. Aún se sorprendía de que la droga hubiese hecho su efecto tan rápido. La observó durante escasos segundos y acarició su rostro con el dorso de la mano derecha. Su pulsó se aceleró. Aún estaba pálida y Miguel sabía que no se despertaría en unas horas.
Había dejado el escarpelo sobre la mesa la tarde anterior, antes de salir a trabajar. Todo tenía que estar organizado. Ajustó la luz de la lámpara para hacerla un poco más intensa. Observó a Sara de nuevo. Parecía estar envuelta en un aura extraña con tanta luz. Se había enamorado de ella casi desde el primer día, y casi sin darse cuenta. Como surgen los afectos más sólidos. Se había quedado prendado de esa sonrisa perfecta, sincera.
Y ahora tenía que destruirla. La perfección no debía existir. Quizás sólo en los recuerdos, en lo que ya nunca podría ser un presente. Aquella perfección que enmarcaban sus labios sólo podía traer la ruina a quien no fuese, al menos, tan perfecto como ella.
Y él, para empezar, era un asesino.

Los dos cortes fueron practicados en segundos. Dos líneas perfectas, firmes, sin atisbo de vacilación. Surgían de las comisuras de la boca y atravesaban las mejillas. Recordaba a su padre, forense de profesión, afirmar que un corte profundo en un músculo humano podía imitarse con sorprendente exactitud en una calabaza. Así, rasgando calabazas, Miguel había adquirido agilidad y había llegado a ser lo que hoy era.
Había situado un espejo justo frente al rostro de la mujer y con ello había rematado el ritual. Sólo tenía que aguardar la única reacción posible. Abandonó la oscuridad del salón y regresó al dormitorio.
Hasta que los gritos desgarradores, irracionales, comenzaron a perforar sus oídos, durmió a pierna suelta. Sin perfección que pudiese atormentarle. Durmió tranquilo, con la calma que otorga el haber cumplido un cometido. Durmió sonriendo.
Durmió, en realidad, mostrando la mejor de sus sonrisas.

4 comentarios:

  1. Perturbador.....

    En tu línea..... perfecta, como siempre.

    No puede evitar mientras me sumergía en tus lineas, pensar en mi adorada serie "Dexter", lo siento me tienen absorbida la cabeza :P

    Las apariencias pueden engañar y mucho!!! ... por otra parte... siempre pensé que trabajar de noche, en según que sitios, me daría un miedo atroz.

    Un beso

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  2. Un personaje el de Miguel muy complicado con un razonamiento de lo más simnple(porque actua sin remordimientos) y a la vez de lo más mortífero. Quizás su manera de evitar todo sufrimiento es acabar con aquello que puede originárselo. La perfección que percibe en los demás acrecienta sus imperfecciones y no siente remordimiento alguno al acabar con ésta, es más, es como si se convirtiera en el salvador de aquellos que la poseen.

    Eso es lo que yo percibo del relato, quizás alejado de lo que tú has recreado, pero en todo caso un relato para pensar y cuestionar emociones.

    Enhorabuena por el relato!!! Un abrazo Rober!!!!!

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  3. Reconozco mi ignorancia "Dexteriana", a ver si algún día la pillo y me engancho, que ahora me has metido el gusanillo. De momento con Fringe tengo más que de sobra ;)

    Las apariencias engañan, como dices. Y mucho. Me alegra que te haya gustado!!

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  4. Muy acertada tu interpretación como casi siempre Ana. Intenté crear en Miguel a un personaje complejo movido por algo bien simple, como dices. Su suerte de fobia a la perfección le lleva a llegar a límites que no atravesaría de otro modo. Y las fobias son lo más subjetivo y lo más incontrolable del mundo. De ahí el resultado.

    De todas formas, no será la última vez que sepamos de Miguel por este blog. Quizás ni siquiera de Sara, ¿quién sabe?

    Muchas gracias por leer e interpretar siempre, Ana. ¡Un beso!

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