Sola
La casa, desvencijada, se alzaba sobre una discreta colina a las afueras de la ciudad. Dominaba uno de esos guetos que carecen de atractivo alguno: en ellos, la gente simplemente luchaba día a día por despertarse al siguiente. La pobreza parecía estancada en cada rincón, y la tristeza se asomaba tras cada puerta. Las calles acogían una extraña mezcolanza de olores: orín, basura, pescado que hacía días que había dejado de ser fresco. Miseria.
En aquellos días, todo el mundo se refería a lugares como aquel como “Barrios B”.
En ocasiones, los más jóvenes interrumpían sus juegos, sus eternas carreras entre las calles angostas y decrépitas, para tomar aliento. Y siempre había quien, durante el asueto, alzaba la mirada hacia la casa. El viento había erosionado su fachada y la maleza comenzaba a colarse entre sus ventanas, pero ahí estaba. Resistiendo el envite del tiempo.
Los ancianos contaban historias sobre ella, atemorizando a los muchachos. Decían que una mujer de notorio linaje se había suicidado en su interior hacía décadas. Desde entonces, aseguraban, una silueta se recortaba algunas noches tras las ventanas. Se decía incluso que, en la noche de San Juan, podía observarse cómo una figura se arrojaba a través del balcón principal pasada la medianoche. Una dama vestida de blanco que todos aseguraban haber visto alguna vez desplomarse en la oscuridad.
Por eso las miradas de aquellos ignorantes siempre brillaban de un modo especial. Era el destello fugaz del miedo, y a Claudia, que siempre observaba tras una ventana, le hacía esbozar una sonrisa.
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Sólo acababa de alcanzar la mayoría de edad, pero vivía desde hacía ya varios años entre las frías paredes del caserón. Era el único lugar al que se le había ocurrido acudir, y había sido todo un acierto: Nadie la encontraría allí. Ninguno de aquellos imbéciles se atrevía a acercarse. A decir verdad, desde que se había instalado allí nadie había entrado. Salvo aquella vez, durante los primeros días. Eran cuatro o cinco hombres, todos de Arsonville, del centro, de la Gran Ciudad. Portaban linternas y más aparatos, un montón de cables que comenzaron a arrastrar por las habitaciones. Aquello fue muy sencillo: sólo había tenido que esconderse y aguardar el momento preciso. Habían salido como alma que lleva el diablo, olvidando todo el aparataje. Aún recordaba sus gritos, y lo que se había reído durante toda la noche. Horas después, se arrepintió de haber salido tan pronto de su escondite. Porque volvía a estar sola. Como siempre.
No podía mantenerse demasiado tiempo tras la ventana, pues una ira insana se apoderaba de ella. Observaba las calles del mísero poblado, que ella misma había recorrido hasta hacía unos años. Estaban repletas de críos sucios, andrajosos, patéticos. Pero a pesar de ello, sonreían. Vivían en la felicidad de su inocencia. O quizás, simplemente, tenían a alguien. A su familia, a sus harapientos amigos o a un maldito perro. Alguien. Ella no tenía a nadie.
“Siempre te quedará tu familia”. Había escuchado esa frase cientos de veces, y cada vez que la recordaba se echaba a reír. Su familia jamás la había comprendido. En absoluto. ¿Qué habían hecho por ella realmente? ¿Llevarla prácticamente a rastras a la consulta de aquel psiquiatra? ¡Qué detalle! Por eso se había ido. Por eso se había escondido. Odiaba todo aquello. Era mucho mejor pensar que nunca había tenido a nadie: visitar aquel rincón al otro extremo de la casa y convencerse. Convencerse de que siempre había estado sola.
Cuando no podía soportar más aquella visión imposible, ni aquellos pensamientos, se retiraba al salón principal: otra de las razones por las que había decidido quedarse en aquel lugar. Las paredes estaban repletas de estanterías carcomidas llenas de libros. Algunas habían cedido y los volúmenes yacían desparramados por el suelo, pero a Claudia no le importaba. Adoraba leer, sobre todo libros antiguos, y aquello era una auténtica mina de oro. Allí permanecía hasta que la luz rojiza del ocaso pintaba la estancia. Disfrutaba con Poe, Víctor Hugo, Shakespeare, Bécquer, Baudelaire, Lovecraft, y tantos otros. Percibía el peculiar olor de los tomos al pasar cada página, y a veces se detenía a observar cómo minúsculas partículas de polvo quedaban suspendidas en el aire. Así, se sumergía en aquellos ambientes, en aquellos mundos que otros habían creado, y por unas horas se convencía de que aquella era su felicidad, su particular sonrisa.
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Algunas noches, tras sus lecturas, tenía que abandonar la casa para hacerse con algo de comer. A veces conseguía robar alguna pieza de fruta de las humildes propiedades y fincas cercanas. Otras, se dedicaba a cazar pequeños animales, como gatos y alguna que otra rata. Aquel era el peor momento del día. No sólo porque a veces podían transcurrir horas hasta conseguir alimento, sino porque temía que alguien pudiese verla y reconocerla.
Unos días atrás, mientras observaba a través de la ventana como cada tarde, lo había visto: rubio, pelo corto y ojos de color azul verdoso, inconfundibles. Lo había reconocido al instante. Era casi como mirarse al espejo o, más bien, identificarse en una foto de la infancia. Correteaba junto con los demás críos de su edad, reía con ellos. Un rato después, se había separado del grupo y había caminado hasta una de las chabolas situadas más al Este. Al verlo llegar, una mujer había salido a su encuentro para abrazarlo y llenarlo de besos. Lucía una sonrisa magnífica, limpia. Sincera, en definitiva.
Claudia se había percatado en aquel momento de que apenas recordaba la sonrisa de su madre. Y no le importó. Pero comprendió algo mucho más terrible. Se había dado cuenta de que el mundo había seguido girando sin ella. El barrio había seguido con su día a día aunque ella ya no estuviese. Su familia, aunque ella nunca había tenido una familia, siempre había estado sola, volvía a sonreír sin ella. Ya nadie iba a tratar de encontrarla.
En aquel momento, Claudia se había dado cuenta de que había dejado de existir.
Dejó el tomo que leía sobre una de las polvorientas mesas situada en el centro de la sala. Los recuerdos eran poderosos. A veces eran incluso capaces de atraerla a la realidad, de expulsarla de los mundos en que la lectura la sumergía. Tenía hambre.
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Abandonó la gran sala y atravesó la casa, estancia tras estancia, hasta alcanzar la puerta que daba al minúsculo sótano, justo en el ala contraria de la edificación. Bajo sus pies, la madera crujía, a veces de forma alarmante, tras cada paso. La oscuridad era ya total, y aunque Claudia podía recorrer perfectamente cada rincón de la casa a oscuras, pensó que en aquella ocasión merecía la pena ir con la vela. La había robado hacía un par de noches del cementerio, y aún no se había consumido. Apenas iluminaba, pero era suficiente.
Los escalones que conducían hacia el sótano no cesaron de emitir quejidos desesperados bajo los pies descalzos de Claudia, pero resistieron. Siempre lo hacían. Abajo, entre la suciedad, la penumbra y el polvo, la titilante luz de la vela comenzó a revelar la silueta de un cuerpo tumbado en el suelo.
Claudia había arrastrado el cadáver sin prisa, durante minutos, hasta la sala principal. El olor a podredumbre era penetrante, pero suponía que todo sería acostumbrarse. Además, sabía que no era nada comparado con lo que vendría después. Depositó el cuerpo junto a la arcaica fogata que había establecido en una de las esquinas de la estancia. Las llamas, vivas, revelaron un rostro conocido: cabellos rubios, rasgos aún suaves. Ojos abiertos, desorbitados, de color azul verdoso. Con el tono vítreo incompatible con la vida.
Con agilidad, sirviéndose de un viejo y herrumbroso machete, comenzó a efectuar profundos cortes, con la mecanicidad que sólo otorga la costumbre. Claudia sonrió sin interrumpir su tarea. Con suerte, tendría comida suficiente para varios días.
Así continuó, durante horas, rasgando tendones y músculos. Destrozando un cuerpo más, como cualquier otro. Como cualquier gato, como cualquier rata.
Al amanecer, ahíta, devolvió el cuerpo al sótano. Antes de regresar, sostuvo la vela unos instantes frente al rostro del chico muerto. Necesitaba convencerse.
Convencerse de que no tenía a nadie. De que nunca había tenido amigos, ni mucho menos una familia.
Convencerse de que siempre había estado sola.
Que desgarrador sentimiento de soledad quizás motivado por su propia locura. Ese vacio lo va formando ella en su mente y acaba formando parte de su vida, una vida que presa del delirio la desaloja de toda conciencia humana y le permite cometer atrocidades sin ningún sentimiento de culpa, sólo el del mero hecho de alimentarse como cualquier depredador.
ResponderEliminarMagnífico relato Rober, quizás uno de los más profundos a nivel psicológico ya que el personaje es rico en connotaciones psicológicas.
Por cierto, después de tantos relatos tuyos que he tenido el placer de leer, he observado que la "soledad" es una constante sino en todos sí en muchos de ellos, ¿Tiene algún por qué?
Un abrazo amigo!!!!!
Buenas Ana, y muchas gracias por leerme y comentar como siempre :)
ResponderEliminarLa Soledad es El Tema, con mayúsculas. Es cierto que aunque de formas distintas aparece en casi todo lo que escribo. Creo que es uno de los sentimientos que más pueden llegar al lector, porque todos la sentimos en algún momento de nuestra vida. Quizás por eso comencé a "incluir" ese sentimiento en mis relatos. Ahora ya se ha convertido en algo que se cuela inconscientemente en lo que escribo.
¡Un beso! :)
Y así me sumerjo en aquellos ambientes, en aquellos mundos que tú habías creado, y por unos minutos me convenzo de que aquella es mi historia, y que tu sabes sacarme mi particular sonrisa.
ResponderEliminarGracias por tus relatos!!
... La soledad es un gran tema como dices, uno tan importante y tan temido, en mi opinión, como la muerte. Sin duda es uno de mis miedos, y sin duda también sabes hacer que uno se ponga en la piel de tus cuidados protagonistas y vivan siempre sus desgarradoras historias.
La soledad es uno de los miedos que casi todos compartimos, creo. Seguramente porque la vemos como una amenaza demasiado "real".
ResponderEliminarGracias por leer siempre, Rebe :)