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jueves, 14 de agosto de 2008

La Tercera Calle

No tardó en acostumbrarse al tedio en que su trabajo la sumía, ni al penetrante olor del cloro que le causaba constantes dolores de cabeza. Todas esas dolencias fueron sepultadas por la rutina, y posteriormente asimiladas por su organismo joven. Se habituó a la soledad de las tardes de verano, cuando la piscina municipal sólo invertía fondos en mantener el sueldo de un único socorrista. A pesar de su juventud, Laura era la más experimentada en sus funciones de entre todos los empleados, y la que más tiempo llevaba cuidando de que la irritante calma del agua no se tragase alguna vida. Por eso, ya desde hacía años, se recurría únicamente a ella en el período estival.

Su sueldo no estaba mal, más aún teniendo en cuenta que, salvo ciertos aislados sobresaltos, cobraba por ocupar una silla de plástico durante siete horas todas las tardes. Pero era extremadamente anodino e incluso solitario, y sólo alguna novela decente lograba, de vez en cuando, alejarla de la monotonía. En ocasiones se preguntaba qué la depararía el futuro, qué ocurriría si algún día el mortífero aburrimiento le ganaba el pulso, o simplemente cuando su cuerpo dijese basta. Aquello era lo único que sabía hacer.

Y lo hacía bien. Había estado firmemente convencida de ello. Al menos, hasta aquella lúgubre tarde de agosto.



Era un joven atlético, atractivo en cierto modo, usuario habitual de la tercera calle. No parecía contar más de quince o dieciséis años. Laura le había observado nadar cada día. Desde el primer día que lo vio, le había llamado la atención que un varón llevase puesto aquel estrafalario gorro rosa, no precisamente discreto, que además presentaba algún tipo de logotipo. Cada vez estaba más tiempo bajo el agua, y cada vez nadaba más rápido, haciendo gala de una técnica impecable, factores que la hicieron suponer que quizás fuese, o sería muy pronto, un nadador profesional. No existía evidencia alguna, ni presunción posible, de que pudiese ocurrir lo peor.

Pero ocurrió, porque la realidad es a veces tan imprevisible como cada uno de nuestros quiméricos regalos del sopor. Laura se hallaba devorando un complejo poema de Byron y, cuando reparó en los gritos que arribaban hasta sus oídos, quizá ya habían zarpado hacía segundos. Unos segundos que sabía que no podría recuperar por mucho que corriese o por enormes que fuesen sus esfuerzos por avanzar en el agua. Arrojó el volumen al suelo húmedo y sin pensarlo se zambulló al agua y, en instantes, alcanzó el cuerpo que ya flotaba en el agua como una desgastada hoja de papel en un inmenso charco otoñal.

Le arrastró entre el exteriorizado asombro de los demás bañistas hasta el borde de la piscina. Solicitó una ambulancia y practicó dos veces todos los ejercicios de reanimación en que la habían instruido, sin obtener resultados, hasta que la ambulancia llegó al fin. Se derrumbó y comenzó a sollozar, apartada de la multitud, en un rincón, y estalló en un nervioso llanto que no cesó hasta pasadas horas cuando le comunicaron que aquellos ojos claros, rayanos en la propia transparencia del agua, no volverían nunca a ver la luz.

Si algo restaba de la base de aquel castillo de naipes, el viento arrastró aquella tarde esas cartas, y todo se vino abajo con vertiginosa celeridad. Solicitó la baja y se le concedió sin condiciones, tras lo cual se vio sumergida en una plomiza depresión que la atenazaba cada día y la privaba de descanso por las noches. Y cuando lograba conciliar el sueño, no podía eludir los oníricos ojos azules, perpetuamente cerrados. Se arrojó a una completa reclusión en su propio mundo, y a las largas noches entre cerveza y licores traicioneros, que la degeneraron hasta encerrarla en un estado próximo a la locura.

En varias ocasiones trató de volver a desempeñar su empleo y desterrar el pasado, pero nunca permaneció más de veinte minutos sobre su silla de plástico sin que las lágrimas anegasen su rostro y los recuerdos perforasen su mente.



Se inclinó hacia delante extendiendo su cuerpo y la masa de agua lo devoró como un hambriento animal engulle a su presa. Laura comenzó a mover sus pies y a bracear con ímpetu para que su cuerpo no tardase en adaptarse al cambio de temperatura y ralentizase así su rápido avance. Nadó con inusitada furia hacia el cuerpo que flotaba, mecido por las ondulaciones que su propio frenético avance causaba, en el extremo más alejado de la tercera calle. Ya cuando alcanzaba su objetivo, sus extremidades se mostraban cansadas y doloridas y resultaba evidente que había dejado escapar por completo el hábito de controlar su respiración. Cuando alcanzó el flotador y lo hubo empujado hasta el borde de la piscina, alzó su brazo derecho y pausó el cronómetro sumergible que rodeaba su muñeca. Se había detenido en algo más de veinte segundos y se alegró al comprobar que los resultados no eran tan malos como esperaba después de nueve meses sin nadar siquiera unos pocos metros. Evidentemente, no habría conseguido salvar la vida de aquel chico tampoco en aquella ocasión, pero sus registros no estaban tan lejanos de los habituales como había supuesto. Apoyó su espalda contra el borde de la oscura y desierta piscina y resolvió aguardar hasta recuperar el aliento. Entonces, fue cuando se sobresaltó de pronto ante una ineluctable fuerza que, aferrada a sus piernas, comenzó a arrastrarla.

Diego no estaba familiarizado con aquel olor, que desde su primigenia infancia le había sugerido una desmedida renuencia a la hora de entrar en cualquier piscina municipal. Sierra y Vázquez orientaban sus miradas hacia el agua y le daban la espalda. Parecían llevar allí ya un buen rato, aunque no manifestaban en apariencia síntoma de desagrado alguno.

- Parece que ha visto un muerto, jefe, está usted blanco. - El comentario, pleno de una desagradable sorna, precedió inmediatamente a una de las típicas carcajadas sardónicas de su compañero Vázquez.

- Ni puta gracia, Sierra. Para variar, ni puta gracia. - Reconvino Diego. - Sabes de sobra que no soporto estos sitios, así que cuanto antes terminemos, mucho mejor. ¿Qué tenemos?

- Mujer. Entre veinte y veinticinco años de edad. El socorrista la encontró esta mañana flotando en la tercera calle. El cadáver no presenta signos aparentes de violencia. - Recitó Vázquez.

- ¿No se supone que estos sitios cierran por la noche?

- Varios compañeros la han identificado. Era una socorrista de la piscina. Estaba de baja. Parece ser que también en tratamiento psicológico. Como empleada, podía tener acceso al complejo.

- ¿Se ahogó? ¿Qué hacía aquí por la noche?

- Es lo que nadie sabe. Y sí, parece que murió ahogada aunque, como siempre, hay que esperar a la autopsia. También creemos que pertenecía a algún tipo de equipo deportivo: encontramos esto flotando cerca del cuerpo. - Añadió, sosteniendo una bolsa transparente de plástico a través de la que se vislumbraba un pintoresco gorro de color rosa que mostraba lo que, en efecto, parecía ser el emblema de algún tipo de asociación deportiva.

[caption id="attachment_110" align="aligncenter" width="300" caption="Si algo restaba de la base de aquel castillo de naipes, el viento arrastró aquella tarde esas cartas, y todo se vino abajo con vertiginosa celeridad"]Si algo restaba de la base de aquel castillo de naipes, el viento arrastró aquella tarde esas cartas, y todo se vino abajo con vertiginosa celeridad[/caption]

2 comentarios:

  1. ***

    Soy pri!!! :)

    Uuuu me ha gustado... pobrecilla ella... un pasado muy duro...


    Entré en tu Flogup y leí la sinopsis (se escribe así porque ahora no se porque me entraron dudas jaja) y de seguido "cliqué" en tu Blog ... ¿provocarán adicción tus relatos? jajajajaja


    Un besazo neno <>


    (Algún día terminaré de pasarte las fotos ;) )


    ***

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  2. Como ya dije en el foro de Milenarios..........INCREÍBLE!!!Es leerlo y cada vez me gusta más y me lo imagino como una película...........

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