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sábado, 21 de mayo de 2011

Otra vida

Un resplandor fugaz perforó mi ojo izquierdo, provocándome una momentánea ceguera. Parpadeé varias veces para intentar recuperar la visión. Sin quererlo, levanté el pie del acelerador. Aquel tramo de la comarcal 27 era completamente recto, sin peligro y con suficiente visibilidad. Sin embargo, esa suerte de respeto que algunos adquirimos cuando nos situamos frente al volante supongo que fue lo que me impulsó a  disminuir la velocidad.

Pocos segundos después, el destello de luz regresó de nuevo. Sólo entonces descubrí que no era más que el reflejo del sol sobre mi alianza de boda. Tenía por costumbre conducir con mi mano diestra en la parte superior del volante, y el poderoso sol de mediodía había devorado ya a aquellas horas toda la parte delantera de mi viejo Honda. El reloj analógico incorporado en el salpicadero marcaba casi las dos de la tarde. Recuerdo que, antes de perderme en los venenosos pensamientos siguientes, había concluido que era una hora perfecta para detenerme y comer algo. Pero, después, dejé que mi mirada se posase de nuevo en aquel espléndido anillo de bodas.


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Al fin y al cabo, casi todo se podía resumir ahí: en aquel maldito aro que envolvía el anular de mi mano derecha. Por él, por lo que significaba, ahora huía de la vida que tantos años había invertido en construir. Escapaba de mi trabajo, de mis amigos, y por supuesto de mis hijos, mis mayores tesoros. Pero, sobre todo, escapaba de Ana. La mujer que un día, hacía siete años, había conseguido convencerme para que me casase con ella. Imagino que fue  una tarea laboriosa, pues hubieron de transcurrir diez años de relación hasta darse tal formalismo. Cuando planteé el tema al resto de mis amigos, pocos apoyaron mi decisión. Sostenían que el matrimonio era el fin de la diversión. Al menos, de la diversión en el sentido en el que nosotros siempre la habíamos entendido. El matrimonio era el primer paso. Los hijos, y con ellos la responsabilidad capital, eran sólo uno más. Yo replicaba que estaba convencido de que Ana era la persona con la que quería compartir mi futuro, y que no podía haber nada malo en ponerse frente a un altar. Alguien dejó caer que, a veces, las personas cambian de carácter tras el matrimonio. Yo reí e ignoré el comentario. Hubieron de pasar años hasta que reconocí que aquel alguien (soy incapaz de recordar cuál de todos mis amigos) era un genio.

Hasta la Luna de Miel, como suele suceder, todo fue viento en popa. Comencé a descubrir que Ana no era la persona que imaginaba poco después. Eran detalles, mínimos y sin importancia al principio. Pero los detalles, como cualquier cosa, tienen la capacidad de acumularse. La Ana espontánea, vital, optimista, se desvaneció. Un fragmento de esa mujer que había conseguido enamorarme desaparecía cada noche, como devorado por la luna. Las discusiones siempre habían estado presentes: una pala que había ido cavando en nuestros cuerpos, desgastándolos, pero siempre de forma superficial. Tras la boda, poco a poco, esa pala fue abriendo hoyos cada vez más profundos, hasta llegar al alma.

Después llegaron los niños, dos niños, Kevin y Brian. Los nombres fueron idea de su madre y lograron aflojar la cuerda que era nuestra relación. Quizás porque nos volcamos en ellos, ignorando nuestras diferencias. Pero tengo recuerdos de buenos momentos en aquella época. No sólo a su lado: también junto a Ana. Seguía sin ser aquella mujer que me había cautivado, pero sentía que al menos podía convivir con ella. Todo era un infierno enterrado, simplemente. Y cuando empezamos de nuevo a escarbar, las llamas nos abrasaron. Cuando me di cuenta de que odiaba a Ana, de que era imposible que un día hubiese podido amarla, era muy tarde. Me habría separado a ciegas de ella para no volver a verla jamás, pero teníamos dos hijos: Kevin y Brian eran como dos nudos que mantendrían enlazados los hilos de nuestras vidas. Para siempre.

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Cuando asumí la dimensión de todo aquello, brutal y certera, sólo pude escapar. Era inconcebible soportar aquella vida, y escapé. Huí sin dejar atrás una palabra, una nota de despedida, una discusión, una pala aún terrosa. Sólo me despedí de mis hijos, entre lágrimas, con dos volátiles besos en la frente mientras aún dormían. Partí antes del amanecer.

El paisaje había cambiado mientras la que había sido mi vida se reproducía en mi mente. Las ariscas e inmensas llanuras habían dado paso a montañas, recubiertas de abundante vegetación. Si me hubiesen preguntado por mi destino, habría respondido que no existía. Durante algunos días, había recorrido el país efectuando sólo las paradas necesarias para comer y pernoctando en hoteles de carretera. De pronto,  circulando por una carretera paralela a la costa gallega, me desvié.

Enfilé un camino estrecho, sin asfaltar,  por el que apenas podrían circular dos vehículos. Discurría bordeando un pedregoso barranco. A medida que ascendía, una densa niebla envolvió el coche. Durante algunos segundos, apenas pude intuir lo que ocurría frente al parabrisas. Noté una extraña sensación de irrealidad. Después, tras atravesar un arcaico puente de piedra, se desvaneció. La ruta terminaba muriendo en un pequeño pueblo enclavado al otro lado de la montaña. No había más de unas veinte casas, y una capilla. Desde allí, se contemplaba una verde alfombra de pastos, poblada de distintos tonos de verde y sólo rasgada a veces por la insegura línea de alguna carretera secundaria. Al fondo se apreciaba la costa y, más allá, el horizonte se confundía con el mar en los días claros, como aquél. Supe de inmediato que había llegado a mi destino.

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Me dirigí a un pequeño local situado en lo que debía ser la plaza principal del pueblo. Resultó ser una suerte de taberna que no estaba demasiado concurrida a aquellas horas de la tarde. Sólo un grupo de ancianos jugaban al tute en una mesa apartada. Tomé asiento frente a la barra, pedí una cerveza y pregunté si era posible conseguir alojamiento en algún lugar. El camarero me confirmó que el propietario solía alquilar alguna de las habitaciones de la planta superior a los viajeros.

Durante varios días, apenas me dejé ver por el pueblo. Aprovechaba las mañanas y tardes para dormir. Sólo había mantenido alguna conversación baladí con el camarero, un hombre que vivía en un pueblo cercano y acababa de empezar a trabajar en aquel lugar. Cuando caía la noche, solía conducir los kilómetros que me separaban de la playa más cercana y pasaba allí la noche. A veces caminaba por la arena, de un extremo a otro, casi ininterrumpidamente. Otras, me postraba sobre una roca y escuchaba el romper de las olas casi hasta el amanecer. Reflexionaba, pensar es inevitable. Pero quería sobre todo recuperar las pequeñas cosas. Sentir. Emprender otra vida, una nueva vida, era un objetivo más a largo plazo. Paso a paso se recorre el camino, y yo acababa de empezar a avanzar por una nueva senda. Al menos así lo creía entonces. Empezaba, poco a poco, a volver a sentirme vivo.
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A la mañana siguiente, desvelado, decidí salir a caminar un rato. El pueblo estaba prácticamente desierto, no había un alma en las calles. Era domingo y había misa. Mi regreso a la oscura taberna coincidió con el fin de los oficios, así que todo el mundo salía de la capilla y abarrotaba la plaza en continuo coloquio. No fueron pocas las miradas que me examinaron con curiosidad, con la sorpresa de descubrir una cara nueva en el pueblo, supuse. Pero me equivocaba. A punto de entrar en la taberna, una voz estridente a mis espaldas me detuvo.
 
-          ¿Rubén? ¡Rubén! ¡Menos mal que apareces! ¡Tienes a la familia como loca buscándote! – Exclamaba una lánguida anciana. Su voz se elevaba entre los murmullos de la multitud, al tiempo que su cuerpo avanzaba hacia mí abriéndose paso entre los demás. Me volví, divertido, exhibiendo mi mejor sonrisa. En un primer momento, ni me percaté de que aquella mujer conocía mi nombre, pese a que nunca la había visto.
-          Disculpe, señora, debe de confundirme con otra persona. Yo acabo de llegar al pueblo.
-          ¡Venga, hombre, Rubén! ¡Que llevas toda la vida aquí! ¿Quién no te conoce en este pueblo?
-          Insisto, tiene que ser un error… - Me disponía a replicar. Pero, entonces, mi mirada comenzó a recorrer los rostros de las personas que estaban a su alrededor. Algunos reían, como si aquella fuese la más estúpida de las bromas. Otros me observaban como a un loco. A mí. Nadie fijaba su atención en aquella anciana pirada. Mi confusión dio paso a la inquietud.
-          ¿Cuántos días llevas fuera? ¡Ahora mismo aviso a Ana! Está como loca buscándote. ¿Dónde estabas?

Resultó que Ana vivía desde siempre en una de las casas de la zona alta del pueblo. Tenía dos hijos, Kevin y Brian, y una alianza matrimonial idéntica a la mía. Llevo cinco años en este pueblo, pero es como si llevase toda la vida aquí. He pensado mucho en mi viaje, en el ascenso a este pueblo, en aquella densa niebla. Pero nunca he hablado con nadie de mi otra vida, ni de sus fantasmas.

A veces hay fantasmas a los que no podemos dar esquinazo.

3 comentarios:

  1. Inesperado final Rober, siempre consigues sorprenderme con el giro inesperado que toman los acontecimientos.

    Totalmente de acuerdo en que hay fantasmas que nos persiguen a lo largo de toda nuestra vida, pasandonos así factura por algunas de nuestras acciones.

    Un beso y continúa asi deleitandonos con tan buenos relatos!!!!!

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  2. Hay fantasmas que no nos dejan, que nos acompañan siempre. Sólo hay que aprender a convivir con ellos.
    Saludfos
    Ana

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  3. Un saludo, Ana. Muchas gracias por pasarte siempre y dejar tu huella :)

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