jueves, 28 de octubre de 2010
miércoles, 13 de octubre de 2010
La mejor sonrisa
Sara observó con contrariedad el abundante número de informes que se apilaban al extremo de la mesa. La oficina se había sumido en el silencio del fin de turno. Los teléfonos habían dejado de sonar, casi todos los ordenadores habían cesado en su zumbido perpetuo, y los ventiladores ya hacía rato que no funcionaban. Sara aún mantenía la luz encendida y su despacho se había convertido en la luminosidad que disentía de la calma, el silencio y la soledad. Echó un fugaz vistazo a su reloj de pulsera para recordarse que hacía veinte minutos que debía haber abandonado el edificio.
Aquella quietud la intranquilizaba de modo inexplicable. Ella no quería calma, necesitaba ajetreo. Necesitaba que los teléfonos sonasen, que el teclear de sus compañeros en sus ordenadores le perforase los oídos y de vez en cuando alguien tropezase con alguna de esas horribles papeleras metálicas. Necesitaba que el mundo le recordase cada poco que continuaba girando. Pensaba en eso cuando comenzó a escuchar los pasos desde el final del pasillo. Parecieron sacarle de aquel pequeño y absurdo trance, y regresó a la anodina labor de archivar informes.
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