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lunes, 20 de diciembre de 2010

"Benjamin" (Federico Axat)


“Benjamin es solamente un niño. Pero ya ha aprendido lo que es el odio. Ben odia a su madre, y al egoísmo en que ella se ampara. Tiene miedos, como cualquiera. Miedos infantiles, irracionales. Pero nada le impide, llegado el momento, desaparecer. Completamente agobiado, decide refugiarse en el desván de su propia casa. Un lugar en el que sabe que nadie podrá encontrarle.

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Su peculiar huida, concebida sólo para durar varias horas, se verá sin embargo prolongada. Ben descubre que goza de una posición privilegiada. Un lugar desde el que puede descubrir facetas desconocidas de las personas con las que convive. Los secretos de su padre, su madre, y su hermana van mostrándose ante él como si se tratase de una película.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Sola


La casa, desvencijada, se alzaba sobre una discreta colina a las afueras de la ciudad. Dominaba uno de esos guetos que carecen de atractivo alguno: en ellos, la gente simplemente luchaba día a día por despertarse al siguiente. La pobreza parecía estancada en cada rincón, y la tristeza se asomaba tras cada puerta. Las calles acogían una extraña mezcolanza de olores: orín, basura, pescado que hacía días que había dejado de ser fresco. Miseria.
En aquellos días, todo el mundo se refería a lugares como aquel como “Barrios B”.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

"La Dama Número Trece" (José Carlos Somoza)


Salomón Rulfo es un profesor desempleado, amante de la poesía, algo bohemio, y atormentado por un amor pasado. Una noche, sufre una horrenda pesadilla: en una extraña casa se perpetúa un crimen múltiple. En un principio, Rulfo decide no darle mayor importancia de la necesaria, pero el extraño sueño es recurrente y se repite noche tras noche, como si fuera una extraña proyección.
 

jueves, 28 de octubre de 2010

Invierno


       Por fin había llegado el invierno. Para quedarse. Habían regresado las lluvias, el viento feroz, las nubecillas de vaho, residuos de las palabras. Incendios en las conversaciones a pocos grados de temperatura.
       Por fin se había ido el calor, y las calles repletas de críos ociosos. Y las toallas extendidas sobre la arena, y las minifaldas, aunque no tanto. Por fin las playas se habían quedado vacías, desiertas, olvidadas. Habían desaparecido las terrazas en los bares, y agonizaban las canciones del verano. Por fin se habían ido las noches interminables, y el color.
       Quizás por eso me gusta el invierno, de la misma manera que una fotografía en blanco y negro. Respiran la misma suerte de misticismo. El color, a veces, sólo disfraza la esencia de las cosas.
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miércoles, 13 de octubre de 2010

La mejor sonrisa


Sara observó con contrariedad el abundante número de informes que se apilaban al extremo de la mesa. La oficina se había sumido en el silencio del fin de turno. Los teléfonos habían dejado de sonar, casi todos los ordenadores habían cesado en su zumbido perpetuo, y los ventiladores ya hacía rato que no funcionaban.  Sara aún mantenía la luz encendida y su despacho se había convertido en la luminosidad que disentía de la calma, el silencio y la soledad. Echó un fugaz vistazo a su reloj de pulsera para recordarse que hacía veinte minutos que debía haber abandonado el edificio.
Aquella quietud la intranquilizaba de modo inexplicable. Ella no quería calma, necesitaba ajetreo. Necesitaba que los teléfonos sonasen, que el teclear de sus compañeros en sus ordenadores le perforase los oídos y de vez en cuando alguien tropezase con alguna de esas horribles papeleras metálicas. Necesitaba que el mundo le recordase cada poco que continuaba girando. Pensaba en eso cuando comenzó a escuchar los pasos desde el final del pasillo. Parecieron sacarle de aquel pequeño y absurdo trance, y regresó a la anodina labor de archivar informes.

martes, 28 de septiembre de 2010

"Y pese a todo" (Juan de Dios Garduño)

El fenómeno zombi está de moda. Y no sólo en lo que a la industria cinematográfica se refiere. En el panorama literario, son varios los autores que deciden enfocar sus historias hacia esta temática que hasta hace no demasiado era “cosa del pasado” y, como tal, no demasiado fácil de rescatar.
Juan de Dios Garduño, de la mano de Dolmen Editorial y esa Línea Z que tanto está dando que hablar, nos presentaba hace un par de meses “Y pese a todo”, su nueva novela. 243 páginas que encierran acción, terror y algo de suspense. El justo para echarnos atrás en aquello de posar de nuevo el libro en la mesilla de noche.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

"El Terror" (Dan Simmons)

Sorprendía en su día el norteamericano Dan Simmons con esta novela, sustentada en una base real. Está publicada en España por Roca Editorial en 2008, y se halla disponible también en formato de bolsillo.

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A medio camino entre el terror, el suspense y la novela histórica, Simmons nos narra la historia del “Terror” y el “Erebus”, dos buques británicos que conformaron una de las primeras expediciones organizadas al Ártico. Dicha misión se desarrolla con normalidad hasta 1847, año en que ambos barcos se ven sorprendidos por el invierno y quedan atrapados entre el implacable hielo del Norte.
En estas condiciones, los dos oficiales al mando, John Franklin y Crozier, asumirán la difícil labor de mantener y alimentar la motivación de sus respectivas tripulaciones. Conscientes de que la única esperanza de regresar radica en un más que improbable deshielo, la tarea se antoja cada vez más complicada.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Trece Campanadas (2003)

Jacobo (Juan Diego Botto) es un escultor que regresa, tras dos décadas de ausencia, a su Galicia natal. ¿El motivo?: el preocupante estado de salud de su madre, ingresada en una clínica mental. Allí, en su tierra, descubre que no está solo. Unas pocas personas aún le recuerdan y se prestan a ayudarle en el difícil momento que afronta. Entre ellas aparece María (Marta Etura), una conocida de la infancia a quien conseguirá enamorar.
Tras unos días, Jacobo recibe el encargo de completar la obra de su padre Mateo (Luis Tosar), también escultor, para ser incluida en la catedral de la ciudad. Aunque Jacobo no se siente capaz de conseguirlo, acepta el reto y lo acomete con un talento insólito. Sin embargo, todo parece ir sobrepasándole día tras día. María intentará por todos los medios prevenirle y ayudarle a superar lo que sea que le trastorna.
Pero no será fácil, pues sólo Jacobo sabe lo terrible de lo que le sucede. El trágico pasado  de la muerte de su padre parece abrirse paso hacia el presente. Pese a las décadas que han transcurrido, y pese a que Jacobo siempre ha intentado huir de ese pasado.
Aunque ya no recuerde qué le ha impulsado a iniciar esa huída.

lunes, 26 de julio de 2010

Hilos

        En el fondo, la vida parece basarse sólo en tejer. En confeccionar nuestro disfraz. Luchamos por lo que queremos o por lo que creemos querer, con la paciencia y la perseverancia de la abuela que pretende regalarle a su nieto un jersey por su cumpleaños. Y guste o no el regalo finalmente, experimentamos la llana sensación de haber concluido lo que empezamos. Lo que un día nos propusimos terminar.
        En realidad, no importa demasiado si al chaval de cinco años le ha gustado o no su regalo. Dentro de un año, siendo bastante optimista, el crío descubrirá un nuevo obsequio que le animará y, seguramente, el jersey terminará arrojado en cualquier rincón. La abuela contemplará cómo su esfuerzo ha resultado inútil. Si avanzásemos otro año más, el muchacho habría crecido y ni siquiera podría vestir aquel jersey en el que su abuela había puesto tanto empeño.

       Quizás ya entrando en la pubertad, aquel joven descubriría la prenda en una de las limpiezas rutinarias de su cuarto, o en el fondo de algún cajón. Quizás incluso recordase vagamente su dibujo descolorido en la pechera. Quizá tratase de conservarlo, pero no tardaría en darse cuenta de lo absurdo de su intención, pues lo que un día había sido un elaborado y colorido jersey se habría convertido en una tela inútil: los hilos ya se habrían roto.


        Existen otros hilos que tardan más en hilvanarse. Aunque es un proceso casi inconsciente, rayano en lo automático. Apenas nos damos cuenta de que nuestra vida gira en torno a ellos, pero están ahí, y nos reportan las mejores prendas, los vestidos más valiosos. Quizá por eso nos convencemos de que son algo así como indestructibles, inmunes a la vacua caducidad que lo impregna todo.
        Cuando llega el silencio, tan firme como injusto, llega la hora de asentar los pies en el suelo. Es mejor no buscar causas. Quizás simplemente el egoísmo pondera. Es mejor dejar las cosas como están. El tiempo es el juez más justo.
        Cuando atrae a la decepción, y es esa estrella brillante que nos había guiado la que falla, encontramos pocos huecos a los que aferrarnos. Conservamos pocas fuerzas para el necesario Gran Salto. Albergamos esperanzas al tiempo que las quemamos, mucho antes de que arraiguen.
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        ¿Es entonces cuando esos otros hilos han terminado también por deteriorarse?


...De Buenos Aires a Madrid

sólo hay un charco

y desde tí hacia mí

no salen barcos...

(C. Chaouen)

domingo, 11 de julio de 2010

La lechuza (Parte 2/2)

        Iris no volvió a ver a su abuela. Pasaron días hasta que sus padres reunieron voluntad para contarle qué había pasado realmente, aunque Iris sospechaba que algo no iba bien, porque siempre estaban muy tristes y silenciosos, incluso a la hora de comer. La abuela había muerto aquella misma noche en que Iris había mantenido su última conversación con ella. La muchacha se pasó varios días encerrada en su cuarto, sin salir apenas para comer e ir al baño. Sentía que había perdido mucho más que a un familiar cercano: había perdido a la única persona en la que podía confiar sin censuras cualquier cosa, incluso los pensamientos más íntimos. No le gustaban los funerales, pero pidió a sus padres ir al de su abuela sólo para comprobar que efectivamente hubiese algún tipo de cruz cercana a su lecho eterno.
        Iris era una persona de actuar, lo había descubierto junto con su abuela aquella última noche. Y en aquel caso no iba a ser una excepción.
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        Habían pasado dieciséis años, pero todo seguía prácticamente igual, salvo por que la hierba estaba alta y descuidada. La  casa, de la que Iris se había mudado junto con sus padres tras la muerte de la abuela, se conservaba muy bien, y en apariencia aún resistía los duros inviernos del norte. Nadie la había habitado desde entonces: sus padres habían perdido toda esperanza de poder venderla tras dos años de tentativas infructuosas.
        Comenzaba a llover con fuerza, pero a Iris no le importó, y prosiguió su avance entre la hierba que casi le llegaba por la cintura. Soplaba un leve viento que alborotaba sus cabellos color azabache y sus ropas. En algunas zonas, sus deportivas se hundían parcialmente en el terreno, pero a Iris ni se le pasó por la cabeza detenerse.
        Unos cinco minutos después de comenzar a andar, divisó El Rincón. Tampoco había cambiado demasiado desde la última vez. Atardecía, y los densos árboles comenzaban a proyectar las sombras. Las mismas sombras caprichosas de antaño. La solitaria cruz de Draco se alzaba y también plasmaba en la hierba su diminuta silueta aumentada. Era como un cartel que rogase silencio, que proclamase descanso eterno. Algún grillo madrugador comenzaba a pregonar su canto al cielo, aún tímido, en algún lugar cercano. Iris comenzó a avanzar más rápidamente, reparando en que si no se daba prisa la noche la alcanzaría entre la hierba.
        Cuando alcanzó la cruz de Draco, cerró un momento los ojos tratando de recordar dónde había enterrado aquella lechuza. Creía que había sido unos pasos a la derecha del infortunado murciélago, así que comenzó a andar despacio en esa dirección. Tras haber recorrido sólo unos pocos metros, notó que pisaba un terreno notablemente más elevado, se detuvo y retrocedió.
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        La nueva cruz disentía un tanto con su semejante, mucho más carcomida por el paso del tiempo pero aún firme. Aún así, Iris se sintió satisfecha y regresó al vehículo tras permanecer unos minutos en silencio, hechizada por aquel lugar tan especial. Su hechizo perduraba aunque casi todo a su alrededor hubiese caído en el olvido. Mientras avanzaba de regreso a través de la hierba, recordó la última conversación con su abuela: aquello de “actuar” u “olvidar”, y cómo su abuela le había asegurado que cada persona optaba por hacer una cosa u otra, y que no podía cambiarse porque formaba parte de nosotros. Iris, tras haberse empapado para colocar una simple cruz, pensó entonces que quizás su abuela se equivocaba.
        -          ¿Qué coño hacías? ¡Llevas media hora ahí arriba! – La reprimió Rubén, que ocupaba el asiento del conductor. Iris estaba empapada, y cuando aproximó su rostro al de ella para besarla suavemente en los labios, notó que también estaba helada.
        -          ¿En serio? ¿Tanto tiempo?
       -          ¿Por qué no me has dejado acompañarte? ¿Qué hay ahí arriba? ¿Un ex – novio salvaje o algo?
       -          No. – Rió ella. – Es demasiado largo y demasiado… increíble para poder contártelo. Prefiero guardármelo para mí. De verdad.
       -          Como digas. – Aceptó él. - ¿Nos vamos ya? – Propuso, mirando a Iris, que en aquel momento eliminaba el vaho condensado del cristal de la ventanilla con su mano, para poder tener una visión de la casa. – Vivías allí, ¿no?
        -          Sí. Cuando era una cría.
        -          ¿Con… tu abuela? – Indagó él temeroso. Con el tiempo había comprendido que aquel tema era delicado, casi tabú, para su chica.
        -          Murió allí. – Respondió ella, casi en un susurro. – Después nos fuimos y pusimos en venta la casa.
        -          Nunca me has contado… como murió. Aunque bueno, no me importa si no quieres hacerlo. Ya sabes que soy muy cotilla…
        -          Estaba muy enferma. Yo era una cría y no podía verlo, pero se consumía poco a poco. Un día una lechuza se posó en su ventana, y a la mañana siguiente murió.
        -          ¿Y… qué pinta la lechuza?
        -          Es una superstición. En los pueblos más antiguos de Asturias, se mantiene la creencia de que una lechuza cerca de una vivienda es un augurio de muerte.
        -          ¿Tú crees en eso?
        -          Ahora no. – Afirmó Iris, recordando en aquel momento la última expresión que había visto en el semblante de su abuela, mirando hacia la ventana aquella noche. Los ojos desmesuradamente abiertos, y un gesto en su boca que cada vez le parecía más de terror en sus recuerdos. – Pero creo que ella sí creía.
        -          Qué mal rollo. ¿Y tú viste a la lechuza?
        -          La había visto y me había dado mucho miedo. Cuando la abuela murió, estaba convencida de que la lechuza la había matado. Cosas de críos, ya  sabes. Así que me la cargué. Le pegué un tiro con la escopeta de mi padre. Cuando disparé me caí de culo, pero le di a la primera.
        -          Joder…
        -          Era una niña loca. En fín… ¿Nos vamos?
        -          Mejor nos vamos antes de que descubra que me acuesto con Terminator, sí.

domingo, 4 de julio de 2010

La lechuza (Parte 1/2)

        La pequeña Iris jugaba, como cada tarde después del colegio, por los alrededores de su casa. Era una chica bastante solitaria, o al menos más solitaria que los demás críos del pueblo, con los que no parecía mostrar demasiada afinidad. Pero sin duda era feliz. Cuando al filo de la noche regresaba a casa, justo cuando el olor de la cena comenzaba a expandirse por las estancias, traía siempre consigo esa sonrisa cansada y bobalicona de cualquier pequeño. Ver aquellos dientes blancos, aún perfectos, decorando su semblante aliviaba a sus padres. Que su hija apenas se relacionase con los demás chicos de su edad se tornó en algo secundario. Sólo sería una etapa de tantas que atravesamos en la infancia. En ello confiaban.
        La modesta vivienda que compartía con sus padres y su abuela había sido construida hacía más de medio siglo por su ya difunto abuelo. Iris apenas le recordaba. En muchas ocasiones, sus padres le contaban cosas de él, para despertar alguna imagen, algún recuerdo, pero ella sólo conseguía evocar algún detalle. La casa era pequeña y en las lluviosas noches de invierno a Iris le daba algo de miedo: la madera crujía, y el viento provocaba caprichosos gemidos entre las paredes. Cuando eso ocurría, Iris corría desde su cuarto hasta el de su abuela como si en ello le fuese la vida, para arrebujarse entre las sábanas y abrazar el cuerpo de la yaya. La anciana entonces le susurraba una historia bonita, sintiendo como su respiración volvía al ritmo normal poco a poco hasta que caía en un sueño profundo.

        Al exterior, la casa daba a un pequeño patio que se utilizaba como corral y a un prado lo suficientemente extenso como para que Iris se pasase las tardes correteando por él. En ocasiones, podía pasarse horas corriendo hasta caer exhausta. Otras veces, se detenía a observar algún insecto o a cazarlos, a recoger flores, o simplemente a observar el poblado desde un pequeño promontorio casi en los lindes del terreno.
        Aquella clara tarde, la primera del año que parecía advertir de la inminencia del verano, Iris se había entretenido en el corral, jugueteando con las gallinas y con los dos gatos negros de su abuela. Después, había subido a lo más alto del prado para ver cómo atardecía. Era algo que solía hacer bastante a menudo, cuando se sentía triste, o simplemente cuando quería pensar. Le gustaba ver variar las tonalidades del cielo, aunque siempre terminaba desviando su atención hacia sus pensamientos, y cuando se daba cuenta ya casi había anochecido. En aquella ocasión sucedió lo mismo, e Iris se dispuso a desandar la pequeña ladera. Cuando hubo llegado ya a la parte llana, escuchó un sonido claro procedente de los matorrales del este, como un crujido. No pudo evitar fijar su mirada en El Rincón. Casi siempre era imposible evitarlo, aunque su hechizo sólo duraba unos instantes. Iris apretó el paso y se encaminó a casa.
        Cuando ya había ascendido unos cuantos peldaños de la escalera que daba acceso a la casa, dos puntos brillantes llamaron su atención entre los árboles. Intrigada, se detuvo y desandó el camino hasta aproximarse a la zona. Aunque aún quedaban algunas tonalidades azules en el cielo, sobre todo al horizonte, la noche ya era inminente y entre aquella oscuridad Iris apenas podía distinguir algunas sombras. Sin embargo, y aunque débil, el brillo era delatador y continuó avanzando unos metros. Poco a poco, comenzó a ver dibujarse ante sí la peculiar silueta de un ave, casi escondida entre las ramas más bajas de un viejo árbol. Al menos, Iris recordaba que siempre había estado en aquel lugar. Continuó acercándose y segundos después pudo escuchar su aleteo sobre su cabeza. Los pequeños puntos brillantes habían desaparecido, y la muchacha comenzó a buscarlos de nuevo entre la oscuridad, sin éxito. Cuando ya se disponía a desistir y entrar en casa para cenar, pudo escuchar de nuevo cómo algunas ramas se agitaban al otro lado del patio. Dio unos cuantos pasos en la dirección conveniente y se detuvo. Aquella zona daba al camino que comunicaba con el resto del pueblo, y estaba mucho mejor iluminada. Hacía varios años, habían instalado una modesta farola, que ahora parecía antiquísima, casi en contacto con la fachada de la vieja casa. La luz que proyectaba permitió a Iris localizar a aquel extraño ave incluso antes de acercarse más. Se encontraba entre las ramas de otro de los árboles, pero en este caso no parecía esconderse. Más bien a Iris le pareció que incluso se erguía orgullosa entre las sombras. Aquello la inquietó, pero también lo hizo su aspecto: su primordial color blanco, pero sobre todo sus ojos: aquellos ojos enmarcados en una forma acorazonada, turbios, no demasiado grandes y tan negros como vacuos. La visión la aterró tanto que estuvo a punto de ahogar un grito que finalmente consiguió contener. Nerviosa, decidió no permanecer más tiempo en aquel lugar y entrar en casa.
         Durante la cena permaneció casi en absoluto silencio, y sus padres se percataron de que le ocurría algo. Cuando ella les contó lo que le acababa de ocurrir, se echaron a reír ante el completo desconcierto de su hija. Le explicaron que lo que había visto era una lechuza, un ave nocturna muy común, y que era completamente inofensiva aunque sus facciones fuesen poco menos que inquietantes. Iris no almacenó en su mente aquel nombre y simplemente se unió a las carcajadas para apartar el tema. En realidad no era con ellos con quienes quería hablar de aquel tema.
        La abuela ya había apagado las luces antes de que Iris entrase por la puerta, así que la negrura que reinaba en el cuarto sólo se veía quebrantada por los destellos de luz que de vez en cuando emitía el televisor. El calor era casi soporífero, porque la abuela siempre dormía con mantas y sábanas gruesas, fuese invierno o verano, pero Iris, aún empapada en sudor, estaba a gusto. En televisión echaban uno de esos programas en los que todos hablaban de todos y que hacían del sábado sin duda el día de la cultura.
        -          Qué callada estás hoy, ¿no? – Comentó la anciana rompiendo un silencio que se había prolongado casi desde que Iris había entrado en el cuarto.
        -          ¿Por qué lo dices, yaya?
        -          No lo sé. Normalmente cuando entras empiezas a contarme como una loca todo lo que has hecho por la tarde, cuántos saltamontes has cazado, cuántas veces te has tirado rodando desde la “montañita”, cuántas veces te han mandado callar en clase. Todas esas cosas. Hoy estás distinta. ¿Te pasa algo?
        -          Bueno, me ha pasado algo justo antes de entrar a casa, pero es una tontería.
        -          Bueno. Si es lo primero que me vas a contar de lo que has hecho esta tarde tiene que ser porque es importante. ¿Te apetece contármelo? – Preguntó con aquella voz trémula pero aterciopelada que era inconfundible. Iris sintió que admiraba a su abuela una vez más. Solía sentirlo una vez al día cada vez que se ponía a hablar con ella, y había llegado el momento. Con la yaya no era como con sus padres, no había “cuéntamelos”, había preguntas, no había obligaciones. Si a Iris no le apetecía hablar de algo, no se hablaba. La abuela sólo trataba con ella temas que la niña quisiese tocar.
        -          Es que… cuando bajaba para cenar, justo antes de entrar a casa, me he encontrado con un pájaro muy raro.
        -          ¿Un pájaro? ¿Qué pájaro era? ¿Qué pasa con él?
        -          Me dio mucho miedo. Parecía que me estaba vigilando. Mamá sabe cómo se llama, me lo dijo mientras cenábamos pero ya no me acuerdo. Pero me dijo que era un pájaro bueno.
        -          Casi todos los pájaros son buenos, como casi todos los animales. Son mucho más buenos que las personas. ¿Qué tenía el pájaro que te dio tanto miedo?
        -          No lo sé explicar, pero me dio muy mala espina. ¡Era muy feo! Mamá dice que era un pájaro de por las noches. Seguro que por el día no sale para no asustar a los demás pájaros.
        -          ¡No seas mala! – La reprimió la anciana alborotándole el pelo y articulando una carcajada que se vio interrumpida por un acceso de tos que duró unos segundos. – Seguro que no es por eso, les gustará más la noche. Además, no todo lo que nos parece bonito es bueno y lo que no nos lo parece es malo.
        -          ¿Cómo se sabe si algo es bueno o es malo, abuela?
        -          Si te hace daño es malo. Hasta ese momento, es mejor pensar que todo es bueno. – Replicó la anciana en un tono casi lapidario. Iris se quedó pensando unos instantes, con la mirada perdida en aquella oscuridad que ya era el techo de la habitación. Su respiración se había acelerado un tanto al recordar el episodio que la había intranquilizado, pero ahora parecía volver a relajarse poco a poco. Se sucedió un largo silencio hasta que Iris planteó otra nueva pregunta:
        -          Y… ¿qué hay que hacer si algo nos hace daño?
        -          Pues… depende de cada uno. Pero, normalmente, o bien actúas, o bien olvidas el daño.
        -          ¿Actuar? Creo que me he perdido…
        -          Bueno. Imagínate que en tu clase hay un chico que no deja de meterse contigo, te pega y te insulta día tras día. ¿Qué harías?
        -          Le daría una patada entre las piernas, que dicen que duele mucho.
        -          Entonces, tú eres una persona de actuar. – Afirmó la abuela sin poder reprimir una risa ahogada.  – Si en lugar de eso lo hubieses dejado estar y te hubieses olvidado de él, serías una persona más bien de olvidar.
        -          ¿De verdad hay personas así? – Se extrañó Iris. - ¿Son tontas?
        -          Son diferentes. Yo soy una de ellas. Aunque a lo mejor sí que somos un poco “tontos”, como tú dices.
        -          Tú no eres tonta, abuela. Tú eres buena.
        -          Son cosas mucho más parecidas de lo que crees, pequeña. – Explicó la abuela, mientras acariciaba la sudorosa mejilla de su nieta. - ¿Te acuerdas de Draco?
        -          Hoy he pasado por El Rincón. Me he quedado mirando un ratito. – Reconoció Iris, y su rostro se contrajo en una mueca de tristeza. – Matar a alguien también es “actuar”, ¿no?
        -          Sí, pequeña, también es actuar.
        -          ¿Y no se puede cambiar? ¿No se puede dejar de “actuar” para “olvidar”?
        -          No. Forma parte de nuestra manera de ser.
        -          ¡Pero a mí no me gustó matar a Draco!  - Sollozó Iris, que dio la espalda a la anciana y refugió su rostro en la mullida almohada, dejando que se mojase con sus lágrimas.
        -          ¡Oh, venga! ¿Aún sigues pensando en eso? Eras muy pequeña, Iris.
        -          ¡Pero le maté! ¡Pensé que era como un vampiro de las películas y le maté!
        -          Y te pedí que lo enterrásemos juntas, aunque sólo fuese un murciélago, ¿te acuerdas? ¿Y te acuerdas por qué hicimos aquella cruz?
        -          Sí. – Recordó Iris mientras se daba la vuelta y se secaba con las mangas las lágrimas que aún resbalaban por su rostro. – Porque a la gente que no se merece morir y muere hay que enterrarla bajo una cruz. Para que Dios lo tenga en cuenta.
        -          Eso es. ¿Y la cruz sigue allí?
        -          Claro.
        -          Pues entonces no te preocupes. Seguro que le están tratando muy bien en el cielo. Y no llores más.
        -          Vale. – Aseguró Iris, que terminó de secarse las lágrimas y abrazó a su abuela con mucha fuerza. Las manos de la mujer estaban calientes y con el leve temblor habitual.
        Allí se quedaron ambas, casi en estado de duermevela, hasta que Andrea, la madre de Iris, abrió la puerta y se asomó al interior de la habitación. Encendió las luces. En aquel momento la anciana continuaba despierta.

        -          Hija, es muy tarde. ¿Por qué no dejamos dormir a la abuela?
        -          Vale. – Accedió la muchacha a regañadientes. Se desperezó, se acercó a la abuela y le estampó un beso en la mejilla. Le dio las gracias y las buenas noches. Mientras caminaba hacia la puerta, cubriéndose el rostro con la mano para que la luz no le molestase en los ojos, pasó frente a la pequeña ventana que mostraba un fragmento de noche. Y la vio: Allí estaba postrada, sobre el vano, la lechuza. Y miraba hacia el interior con aquellos ojos oscuros, estudiosos e intrigantes que parecían los mismos ojos de la oscuridad. Iris se volvió hacia el lecho de su abuela que entonces la miraba alejarse con ternura: - ¡Mira abuela! ¡Es el pájaro, el de antes!
        Su abuela no dijo nada, pero giró el cuello lo suficiente como para dirigir su mirada hacia el punto que su nieta le señalaba. Iris no tuvo tiempo a ver mucho más, porque su madre tiró de ella con fuerza hacia la puerta. Pero, mientras la anciana observaba el pájaro, sí pudo ver fugazmente que separaba levemente los labios y abría mucho los ojos, casi de forma desorbitada, en una mueca que nunca había visto en su abuela. Cuando llegó a su habitación, intentó dormir sin conseguirlo durante toda la noche.

lunes, 21 de junio de 2010

"La lluvia"

Aquella tarde había decidido dormir sin límites, sin sonoros grilletes, y sólo el sonido de la lluvia contra el cristal consiguió despertarle.
Era tarde, aunque no lo suficiente para ahorrarse su ritual más predilecto. Así que, desperezándose, se aproximó a la ventana, la abrió y escuchó caer la lluvia. Le gustaba hacerlo, dejar la mente en blanco y esperar a que aquel sonido suave como una caricia y aquel olor a humedad atrajesen sus pensamientos.
Sabía a ciencia cierta que desde hacía meses atraer pensamientos era algo así como pensar exclusivamente en ella, pero eran pensamientos distintos a un nivel imposible de explicar. Y los necesitaba. Necesitaba pensar en ella como la persona que un día había sido su vida, como la amiga más especial, por encima de cualquier otro sentimiento. Como el confidente que quizás necesitara y ya nunca más se pondría a buscar. Necesitaba pensarla revisando las conversaciones que habían mantenido, los aromas, y el tono de sus voces. Repasando los recuerdos.

domingo, 30 de mayo de 2010

La Historia de Lisey (Stephen King)

Es “La Historia de Lisey” uno de esos libros sin duda extraños del Maestro del Terror. La propia portada ya parece aventurarlo, sobre todo tras las solapas. Uno a estas alturas ya no se fía de las sinopsis digamos “oficiales”, pero en este caso sí hay algo que comparto: Ésta es sin duda la novela más íntima, más personal de King, al menos de entre todas las que servidor ha devorado.

·
Scott Landon era uno de los escritores más renombrados del panorama editorial hasta su muerte. Con ella, deja sola a su esposa, Lisey, que ahora, algunos años después de su muerte, afronta la tediosa y sobre todo difícil labor de poner cierto orden en el despacho de su difunto marido. Antiguos libros, manuscritos, revistas… y sobre todo relatos y novelas inéditas de Scott Landon se agolpan en el despacho. Y no tardan en atraer la atención de algunos editores interesados, capaces de llegar hasta ellos sea cual sea el precio a pagar.
Pero todos estos legajos atraen algo más: recuerdos. Todos los recuerdos que Lisey había conseguido ir enterrando con el paso del tiempo y que regresan ahora. Y lo hacen para transportarla hacia la traumática vida de Scott. Hacia sus miedos, sus obsesiones y hacia el extraño mundo de Boo´ya Moon en el que siempre se ha refugiado. Sólo si Lisey es capaz de acceder a él, llegará a la parte que aún desconoce del truculento pasado de su esposo.

Es esta una historia compleja, siguiendo la tendencia de las más recientes de King. Íntima, porque explora terrores personales en relación con los recuerdos, con el amor, la soledad, la locura…
Esa locura en la que King parece ir sumiendo a los personajes a medida que transcurre la trama. Como si fuesen marionetas transportadas, capítulo tras capítulo, hasta el terreno en que este autor se mueve como pez en el agua.
Sin duda, y pese a los terrores y el ambiente subversivo que en ocasiones presenta, ésta es una historia hermosa. Es algo a lo que King no nos tiene demasiado acostumbrados. No obstante, incluso en una novela bonita, demuestra pese a todo no olvidar nunca la parte más cruda de cualquier historia.
Pero por supuesto, la de Lisey no es cualquier historia.

martes, 25 de mayo de 2010

Paleta y muerte (Parte 3/3)

-7-

·······- Ayer saliste muy pronto a trabajar, ¿no? – Observó Ruth mientras devoraba un seco croissant que dificultaba notoriamente su capacidad de pronunciación. Pablo no pudo evitar sonreír, no por la propia pregunta, sino por el simple hecho de que su hija hubiese mostrado interés por entablar una conversación con él. No recordaba la última vez que lo había hecho, y pensó que quizás, después de todo, aquella mierda de la secta también tuviese su lado positivo si le servía para acercarse a su hija.

·······- Ayer teníamos muchos mendigos que apalear. Nos vimos un poco desbordados. – Replicó sin disimular una mueca triunfal, y Ruth se atragantó con la leche.

·······- Supongo que no soy la única que tiene que madrugar en esta ciudad para hacer algo que no le gusta.

·······- ¿No te gustan las clases?

·······- ¡Venga,  joder! ¿A quién le gusta ir a clase? Me quedaría todo el día pintando en vez de ir. ¿A ti te gustaba ir cuando eras joven?

·······- No. Supongo que no… - Reconoció él.

·······- Pues yo soy rara pero no tanto.

·······- ¿Y cómo va lo de la pintura? – Preguntó él, sintiendo que era la pregunta que había querido hacer desde que se habían dado los buenos días. Ella levantó la mirada de la taza de leche y clavó los ojos en los de su padre. Pablo reconoció aquella mirada, aunque fue fugaz. Era de sorpresa, pese a que Ruth tardó apenas un segundo en disfrazarla de escepticismo.

·······- Últimamente te interesas mucho por mi pintura. ¿Pretendes vivir del talento de tu hija o algo así?

·······- No. Es que lo de comentar lo magnífico que está hoy el tiempo ya se me hace repetitivo.

·······- ¡Vete a la mierda! He empezado otro nuevo ayer por la tarde. No está muy avanzado, pero si quieres puedes echarle un vistazo.

·······- Estaré encantado. Antes de irme. A ver si me inspira un poco.

·······- Pensé que comer donuts no necesitaba mucha inspiración. ¿Te preocupa algo?

·······- ¿Desde cuándo te interesas tú por mi trabajo? – Comentó él, divertido.

·······- Algo había que preguntar. Todavía me queda medio croissant, y los silencios por la mañana me deprimen.

·······- Bueno, hay cierto caso que nos trae un poco de cabeza en comisaría… - Admitió Pedro. Por supuesto, nunca le había mencionado a Ruth nada acerca de él, ni de su relación con lo que ella pintaba. Tampoco en aquella ocasión pensaba hacerlo.

·······- Tranquilo, Sherlock Holmes, tú siempre lo resuelves todo. Menos los sudokus en nivel fácil, claro. Por cierto, suena tu móvil.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Paleta y muerte (Parte 2/3)

-4-

 

·······-          No puede estar hablando en serio, comisario. – La voz del inspector Amador Sánchez al otro lado de la línea había adquirido un tono de incredulidad que llegó a molestar a Pablo.
·······-          Completamente. Lo he comprobado.
·······-          Pero puede tratarse de una coincidencia.
·······-          Me parece excesiva casualidad. Te aseguro que lo he comprobado, Sánchez. ¿Estás seguro de que encontramos el cuerpo el martes?
·······-          Por completo. Yo mismo levanté acta, lo recuerdo.
·······-          Pues, justo el día anterior, mi hija hizo un dibujo de esa puta fábrica. Justo de la zona en la que encontramos a esa chica muerta. Si es una casualidad es muy inoportuna.
·······-          Desde luego. – Convino su compañero. – Pero, ¿le ha preguntado usted por qué decidió dibujar justo esa zona? Es simplemente una fábrica abandonada, ni siquiera hay árboles, no hay nada que pueda llamar la atención.
·······-          Dice que no puede explicar por qué pinta lo que pinta. Parece que las imágenes le llegan casi como por arte de magia y ella simplemente las plasma. ¿Crees que puede ser?
·······-          Francamente, lo dudo, comisario. Creo que simplemente es una casualidad, no deberíamos darle mayor importancia.
·······-          Espero que tengas razón. Es como si mi hija recibiese una información que no sabe interpretar, quién sabe de quién o de dónde.
·······-          ¿De verdad cree usted en esas cosas?
·······-          No hasta ayer. Pero, Sánchez, no sabes lo que es llegar a casa y ver que tu hija ha dibujado justo la zona en la que has estado hace sólo unas horas examinando un cadáver. ¡Justo esa puta zona!
·······-          Relájese, comisario. Este caso nos está desquiciando a todos, pero tenemos que mantener la calma.
·······-          Después te veo, Sánchez. – Se despidió Pablo, y colgó.

martes, 11 de mayo de 2010

Paleta y muerte (Parte 1/3)

-1-
 
·······-          ¿No crees que deberíamos animarla a salir un poco más? – Comentó Pablo, mientras comenzaban a degustar el postre. Ruth ya había terminado de comer y, como siempre, se había levantado y había regresado a su habitación. A veces cerraba la puerta tras de sí, pero aquel día la mantenía abierta, por lo que podían observarla desde la cocina. Marisa levantó la cabeza. Sin duda, la observación de Pablo la había sorprendido.
·······-          ¿Y eso a qué viene ahora? Ruth es así. Lleva así desde pequeña.
·······-          Sí, pero, no sé… Me duele verla y pensar en lo que pueda llegar a convertirse.
·······-          Puede convertirse en una gran artista. Ya ves que se pasa el día pintando. ¿Has visto lo que pinta? – Preguntó Marisa, con un extraño refulgir en su mirada. Pablo sintió una punzada de culpabilidad.
·······-          No… Pero, me refiero a que me duele verla tan sola, tan callada. Ya sabes, tan metida en su mundo. ¿A ti no te pasa?
·······-          Posiblemente, en su momento. Pero me he acostumbrado.
·······-          ¿Y eso cómo se hace?
·······-          Para empezar, pasando un poco de tiempo en casa, con ella. Interesándote por lo que le interesa.
·······-          Me cuesta saber lo que le interesa si está así conmigo. – Reconoció él, mientras removía su postre helado para que se deshiciese.
·······-          Sí señor, estás hecho un padrazo. – Ironizó ella. – ¿Alguna vez has leído algo acerca de algún genio? No sé… Einstein, Lovecraft, por ejemplo.
·······-          No.
·······-          Se dice que también eran personas introspectivas, muy cerradas, sin apenas amigos. Gente demasiado dedicada a lo que dominaban. Ruth es igual. Sale cada cierto tiempo con sus amigos, para desconectar, pero la pintura es su vida. Y deberías apoyarle y darle fuerzas. Hoy en día no hay mucha gente que tenga claro qué quiere hacer de su vida. Y ella lo tiene.
·······-          Es que no creo que vaya a llegar a ninguna parte pintando.
·······-          Ese es tu problema. Tu hija se vuelca en algo hasta obsesionarse, y tú ni siquiera eres capaz de confiar en ella. – Apuntó Marisa mientras se levantaba de la mesa, se aproximaba al fregadero, y depositaba allí su plato sucio. Pablo permaneció en silencio unos minutos, pensando, y finalmente agarró su chaqueta y se dispuso a salir de casa rumbo a comisaría.

martes, 4 de mayo de 2010

Un imán de nevera para un relato

Curioso mundo el de los microrrelatos. He de recocer que nunca le había prestado una atención especial hasta esta mañana, que he recibido uno en un formato tan extraño y doméstico como un imán de nevera.


Ha sido el obsequio con que los almacenes FNAC encabezaban cada uno de sus pedidos realizados el pasado 23 de abril, día del libro. Se titula “De nuevo” y reza: “En cuanto acaba el libro y lo cierra ya lo ha olvidado por completo. De modo que observa un instante la cubierta, con curiosidad, y acto seguido busca la primera página y empieza a leerlo.”
Y es que esto de los microrrelatos debe tener su ciencia. No ha de ser fácil construir dos o tres frases para resumir al máximo una historia, o cualquier idea. Hasta ahora nunca les había logrado hallar el atractivo, porque quizá nunca me había parado a buscar la otra historia, lo que esas escasas líneas insinúan, pero no citan.
Quim Monzó, autor de “De nuevo”, explicó en su día esa “segunda historia”. Según comenta, su relato nació observando a su madre, que sufría de una enfermedad similar al Alzheimer. En más de una ocasión, tras terminar un libro, ella se quedaba como hechizada por su portada y, segundos después, buscaba de nuevo la primera página con voracidad, tal como se narra en el relato.
Siempre se ha utilizado mucho esa expresión, “leer entre líneas”. El problema es que en este caso hay pocas líneas en que escudriñar. Sin embargo, esa historia desconocida, como suele ocurrir en esto de la literatura es, si cabe, más fascinante que la que comprende el propio relato.

martes, 13 de abril de 2010

Un truculento pasado antes del éxito

Juliet Marion Hulme llegó al mundo un 28 de octubre de finales de la década de los 30. Nació en el coqueto barrio de Blackheath, al sudeste de Londres.

Era aquella sin duda una época socialmente convulsa. Seguramente esto incidió en cierto modo en que su infancia distase bastante de ser un período feliz de su vida. Pero hubo otros factores más importantes. En primer lugar, sus padres se vieron inmersos en un complicado proceso de divorcio cuando Juliet apenas había superado la pubertad. Además, previamente, siendo tan sólo una niña, los médicos le habían dado una de las peores noticias posibles: Juliet padecía de tuberculosis. Y, por aquella época, aquél solía ser un mal caprichoso, que parecía escapar a cualquier control médico que sobre él quisiera ejercerse.
Juliet Marion Hulme se convertiría, ya en su edad adulta, en Anne Perry, a buen seguro bien conocida por cualquier interesado en la novela negra al más puro estilo Agatha Christie. Escritora con vocación más bien tardía, ha escrito hasta el momento más de 50 novelas. Casi todas ellas resultan de corte policíaco o detectivesco. También pueden encontrarse varias antologías de relatos de esta autora de temática similar.

martes, 6 de abril de 2010

"Un final perfecto"

Javier apagó su ordenador portátil, cerró sus ojos marrones, y se los restregó con los dedos. Desconectó también la pequeña y solitaria bombilla que iluminaba la mesa de estudio en la que llevaba horas instalado. Así, parte de su cuarto se vio iluminado sólo por los pequeños hilos que la luna llena lograba colar a través de la ventana. Había sido una noche tormentosa: el ulular del viento había acompañado a Javier durante cada uno de los párrafos que había estado escribiendo, y la lluvia no había cesado de azotar los cristales.

Pero al fin, tanto tiempo frente a la pantalla le había reportado su recompensa: había concluido aquel maldito capítulo en el que llevaba días trabajando. Sería el penúltimo de su novela. Tenía que reconocer que, desde un primer momento, aquel proyecto había sido diferente a cualquier cosa. Y, si alguna vez se había visto sumido en la desesperación, había sido durante aquellos días. Ahora, era agradable comprobar el resultado.
Javier era un joven de diecinueve años, reservado y extraño para quienes sólo le conocían de vista. Se había graduado el verano pasado y había estado trabajando hasta bien entrado el invierno. Pero, casi desde que era un niño, su pasión había sido escribir, y la lectura. En esos menesteres ocupaba gran parte de su tiempo libre. Ahora estaba desempleado y disponía de bastante, por eso se había decidido a arrancarse con la novela. Sabía que ninguna editorial le haría caso, por eso publicaba cada lunes un nuevo capítulo en una página web especializada. No conseguiría un beneficio económico, pero disponía de algunos lectores fieles.

Satisfecho, dejó entreabierta la ventana, como cada noche tras el invierno, y se metió en la cama. El frescor de las sábanas era agradable al tacto para su cuerpo, ligeramente sudoroso. Antes de cerrar los ojos, torció su rostro para observar los dígitos brillantes del despertador. Eran las cinco y dos minutos de la madrugada, y Javier se dispuso a dormirse. Aquella noche soñó de nuevo con Rebeca.
A la mañana siguiente, pese a haber trasnochado, se despertó muy temprano, quizás a causa simplemente del frío. Permaneció unos momentos con los ojos cerrados, reticente a abandonar el lecho, tratando de volver a dormirse. Fue incapaz, así que finalmente se puso en pie, cerró la ventana y entró en el baño a asearse. Por último, agarró su portátil y se dirigió a la cocina dispuesto a servirse un copioso desayuno. Estaba hambriento.
El olor le advirtió que las dos tostadas que había depositado en la sartén ya estaban hechas. Javier vivía solo en aquella casa de dos plantas, al más puro estilo indiano, en el corazón de la cuenca minera asturiana. Allí había decidido realizar las prácticas obligatorias de su especialidad, para alejarse del mundo en que vivía y tratar de empezar de nuevo. Tras finalizar sus prácticas, la propia empresa le había ofrecido un contrato en toda regla, que él había aceptado sin dudar. Todo con tal de no regresar al mundo en que había crecido. Ahora que el contrato había expirado, Javier se aferraba a sus posibilidades de quedarse. Pero cada vez era más difícil justificarse. El alquiler de la vivienda era elevado y eran sus padres los que lo soportaban. Le instaban constantemente a regresar. Pero Javier se negaba a ello. No quería volver porque, en parte, odiaba ya su pasado al contrastarlo con el presente. Muchas veces incluso se convencía de que odiaba a su familia. Era consciente de que les debía todo lo que era, pero era incapaz de mantener la típica relación afectuosa padre-hijo con ellos. Nunca habían sabido comprenderle.
Así que había vivido sólo en aquel viejo caserón. Bueno, en realidad, también estaba Rebeca, pero su relación se había ido a pique hacía algunas semanas. Se habían conocido en la empresa y había sido casi un flechazo. Durante meses Javier había creído firmemente que todo saldría bien en aquella ocasión, que pasaría el resto de su vida a su lado. Pero había terminado por darse cuenta de que se sentía mejor solo, sin ataduras, sin tributos a pagar. No estaba hecho para estar con nadie, por mucho que hubiese intentado convencerse de lo contrario, y por mucho que Rebeca le hubiese tratado mejor que nadie antes. Aunque visiblemente ella intentaba pasar página, Javier sabía que le había hecho mucho daño.
Un olor más acre e intenso le hizo abandonar súbitamente sus pensamientos. Las tostadas se habían quemado. Blasfemó en alto y las arrojó en la papelera, disponiéndose a preparar dos más. Después, regresó junto a la pantalla del portátil y abrió la página web en la que colaboraba para leer las últimas valoraciones de sus lectores hacia su historia. Por lo general, eran buenas. Algunos destacaban la tridimensionalidad de los dos personajes, otros la crudeza e intensidad de la trama, y muchos coincidían en la habilidad de Javier para dotar lo relatado de un importante matiz de realidad. La novela trataba de un hombre, Dave Coney, que mantenía prisionera en un refugio forestal semiabandonado a su ex-pareja, Rebeca. Un buen amigo no había pasado por alto la coincidencia y, tras leer los primeros capítulos, le había comentado a Javier que darle a un personaje de su novela el nombre de Rebeca era en parte como resistirse a asumir su marcha. Lo que equivalía a reconocer tácitamente que se había equivocado al romper con ella. Javier, simplemente, había escuchado aquella teoría esbozando una sonrisa sardónica.

Apurando las tostadas, Javier comenzó a pensar de nuevo en Rebeca. Pero no en la Rebeca a la que un día había besado, sino en la Rebeca de su relato. Le gustaba imaginar giros argumentales, varias posibilidades para plasmar en su relato antes de ponerse a escribir. Le gustaba imaginar las escenas, dejar que se desarrollasen en su cabeza, para después optar por la mejor e incluirla en su historia. Así, al fin y al cabo, se escribía. Saber trenzar frases estaba muy bien, pero era aún más importante tener una esencia para combinar palabras. Él, siempre que se situaba frente al teclado, procuraba tener una bastante sólida. No obstante, los finales eran siempre lo más complicado, siempre cabían retoques y modificaciones. Y tenían que ser buenos.
Mientras subía a la web el penúltimo capítulo, el que había concluido la noche pasada, sonó el teléfono. Javier se levantó para atender la llamada. Era Daniel, su amigo y su mejor crítico literario, que le citaba para tomar una copa aquella noche. Pese a ser lunes, accedió. Su madre también llamó más tarde, para informarle a grandes rasgos de que dejarían de pagar el alquiler. Él replicó que habían vuelto a contratarle en la empresa y que, con su sueldo, pagaría el alquiler en caso de que unos padres pretendiesen dejar a su propio hijo en la calle. Por supuesto, no era cierto, pero Javier pensó que aquello calmaría los ánimos por una temporada. Salió a correr por la cuidad, como acostumbraba a hacer durante la mañana, y por la tarde hizo la compra y algunas labores domésticas sin demasiada importancia.
El resto de la semana transcurrió con normalidad y la rutina propias de un escritor desorientado en su propio argumento.

Eso fue hasta el sábado. Aquella noche salió hasta altas horas, como tenía por costumbre. Mientras conducía de vuelta a casa, ya se sentía ese extraño estado de excitación que una súbita inspiración trae consigo. No era posible expresarlo con palabras. El desenlace iba tomando forma a cada curva, cada vez con una certeza más potente. Javier pisó el acelerador. Ansiaba llegar a casa y ponerle la guinda a aquello en lo que había estado trabajando en los últimos meses.
Una vez en casa, Javier se quitó su gruesa chaqueta, la colgó en el perchero, y se dirigió a la cocina. Allí, se sirvió un vaso de agua del grifo mientras se descalzaba. Se desvistió y se puso el pijama para sentirse más cómodo en casa. Su ropa yacía, como siempre, desparramada por su cuarto. Tendría que ordenarlo todo a la mañana siguiente. Entró al baño, se cepilló los dientes, y se lavó la cara. Después, puso rumbo al sótano.
Las bisagras de la pequeña puerta que comunicaba la cocina de la casa con el sótano emitieron su particular quejido de óxido. La puerta se abrió con lentitud. El joven presionó el interruptor de la luz y comenzó a descender a través de los pequeños escalones de madera carcomida. Notaba punzadas gélidas en sus pies a cada paso. Caminaba descalzo, había olvidado las zapatillas arriba. Cada una de sus pisadas reverberaba en la amplia estancia del sótano de modo peculiar, adaptándose a la acústica de estos lugares como un pie húmedo a un calcetín. Una única bombilla, enclavada en una suerte de lámpara con forma cónica y de color rojo, servía como iluminación. Despedía una luminosidad no demasiado intensa, pero lo suficiente como para permitir distinguir a simple vista las numerosas partículas de polvo en suspensión que flotaban en el aire.
Rebeca le miraba desde el centro de la estancia, con aquellos ojos suyos tan claros. Parecía agotada. Sus cabellos morenos, humedecidos por el sudor, se acumulaban en torno a su frente. Se antojaban casi adheridos a ella. Su tez se había palidecido hasta adquirir un tono blanco casi macilento, y unas rugosas bolsas negruzcas se habían generado bajo sus ojos. Como una mala sombra. Un arcaico pedazo de cinta americana silenciaba todas sus palabras, y buena parte de sus lamentos. Por un momento, Javier meditó el hecho de permitirle expresarse, pero lo rechazó con rapidez. Seguro que todo sería mucho más difícil al escuchar su voz.


Pese al método casero de mordaza, Javier percibió claramente los gritos de Rebeca mientras se dirigía a una mesa próxima y se hacía con el cuchillo que descansaba sobre ella. Las miradas de los dos se cruzaron mientras Javier se aproximaba a la silla en la que su ex – pareja permanecía inmovilizada. Reparó en que la mirada de Rebeca había cambiado por completo: Previamente, mostraba un aspecto vacilante, suplicante. Ahora sus ojos, desmesuradamente abiertos, irradiaban puro terror. Gruesas lágrimas se precipitaron por su rostro al notar cómo el frío filo comenzaba a acariciar su cuello. La chica respiraba frenéticamente y luchaba por liberarse de sus ataduras, efectuando violentos movimientos.
-          Si sigues moviéndote, esto será mucho más difícil. – Aseveró él, sin albergar demasiadas esperanzas de persuadirla. Pero, extrañamente, Rebeca le hizo caso. – No te preocupes, todos estos días aquí abajo se acabaron. Se acabó todo. Te he hecho mucho más daño del que mereces. – Continuó él, pero el inminente llanto comenzaba también a hacer mella en la firmeza de su voz. – Lo he pensado mucho y creo que lo único que puedo hacer para compensarte es evitarte cualquier daño futuro que puedan hacerte. Supongo que te dolerá un poco al principio… Ojalá puedas perdonarme por esto algún día.
Rasgar el tejido humano resultaba mucho más parecido a cortar una manzana que lo que Javier había supuesto. Tardó un poco más de lo esperado, pero al fin consiguió un corte profundo en el cuello. La sangre comenzaba a surgir a borbotones, mezclándose con el sudor, y dando lugar a una macabra mezcla de un tono rojizo claro. Rebeca había comenzado a agitarse de nuevo, y mantenía sus ojos cerrados mientras continuaba esforzándose por que alguien comprendiese sus palabras, y gritaba descontroladamente. Javier realizó cortes algo más superficiales en sus brazos y muñecas, de los que comenzó también a manar abundante líquido vital. El cuchillo, teñido ya de rojo, temblaba en su diestra, y también él sollozaba hasta el punto de que las lágrimas llegaban a nublar su vista. Jamás había supuesto que aquello fuese tan complicado. Rebeca continuaba agitándose en la silla, ya por pura impotencia.

Algo indescriptible, que nunca había sentido, impulsó a Javier a ponerle el broche a su macabra obra: trazó dos nuevos cortes, lo suficientemente profundos, que partían desde la unión de los labios de Rebeca y atravesaban cada uno de sus pómulos. Como un mal recuerdo, llegó a su mente aquella sonrisa que tanto le gustaba. Pensó que en aquel momento había creado la más horrible, y desde ese momento procuró alejar su mirada de lo que quedaba del rostro de Rebeca. Se limitó a atravesar el pecho de ella con el filo, y a aguardar el último estertor. Hubieron de transcurrir aún unos minutos.
Una vez cesaron los gritos, el llanto y cualquier movimiento, Javier regresó a la planta superior. Sus manos y su pijama estaban prácticamente empapados en sangre, pero no se detuvo a limpiarse, ni se molestó en mudarse de ropa. En aquel momento sólo tenía una aspiración, y era comenzar a teclear de nuevo en su portátil. Porque, al fin y al cabo, ya lo tenía.


········Aquel era un final perfecto.

martes, 23 de marzo de 2010

Los rumbos de la vida

Cuando cae la noche, también cae la calma. Plomiza. A veces férrea. A veces demasiado. El cielo se tiñe de un negro perfecto y las aguas, siempre celosas, lo imitan. Sabes que siempre he mirado al horizonte. Aunque sé que es más adecuado mirar simplemente al frente y explorar las aguas más cercanas, tú sabes que siempre he tenido ojo y medio en esa mágica línea que lo divide todo: el cielo de lo que deja de serlo, y el presente de lo que queda por llegar.

Cuando cae la noche, y ya sin guía, es mucho más sensato detenerse y aguardar el amanecer. ¿Sabes? A mí hace poco que lo sensato o lo correcto me importan tanto como ese Dios en que algunos creen. Supongo que me he dado cuenta de que intentar hacer siempre lo mejor sirve de bien poco. Así que me concentraré en remar, que es lo que siempre he hecho. Ahora puede que no tenga un rumbo fijo, pero llegaré a alguna parte. Dos brazos reman menos que cuatro, y a veces podrás verme a merced de la corriente, pero paso a paso la tortuga adelantó a la liebre.
Durante estos meses, quizá me acostumbré demasiado a tenerte frente a mí en esta barca. Al olor de tu piel y al roce de tus cabellos cuando alguna caprichosa racha de viento decidía hacerme ese regalo. He de reconocer que, si alguna vez en mi vida he llegado a descubrir un horizonte nítido, quizá hasta próximo, ha sido entonces, y contigo. Me sorprendió que decidieses cambiar de rumbo, aunque supongo que la vida no es más que una mera sucesión de cambios de rumbo. Posiblemente por eso, no muchos llegan a alguna parte. Me sorprendió tu cambio de rumbo y, con el paso de los días, me defraudó que te marchases. A veces este mar se antoja inmenso y, aunque de corazón soy incapaz de culparte, me dejaste remando solo cuando más falta me hacían tus fuerzas. Ahora, poco a poco, día tras día, voy remontando a trompicones la corriente.


Ojalá hayas optado por el mejor rumbo y nunca tengas que rectificarlo. Si has de hacerlo algún día, probablemente me encuentres. O quizás navegue ya demasiado lejos como para que puedas alcanzarme.
Nunca se sabe qué nos depararán nuestros rumbos mañana.

sábado, 13 de marzo de 2010

“Alguien especial”

·······Ahora que se encontraba a su lado, no era difícil darse cuenta de que, durante todos aquellos años, había estado buscando sin éxito alguien tan especial. Y se lo había imaginado de muchas formas. Cómo sería su rostro, el tacto de su piel, el color de sus ojos, el tono de su voz… No podía evitar que una media sonrisa se dibujase en sus labios ante una fantasía que ahora, hecha realidad, parecía tan absurda.

·······

·······Pero, sobre todo, recordaba haberse preguntado cientos de veces cómo sería el lugar por el que pasearían, ya de la mano, por vez primera. Quizás susurrándose palabras inaudibles salvo para ambos dos, tal como justamente hacían en ese momento.

sábado, 23 de enero de 2010

"Cerrar los ojos"

-          Ante todo, Raúl, quiero pedirte que intentes estar tranquilo. – La voz femenina tenía el timbre y la calidez propicias para tranquilizarle, eso había que reconocerlo, pero en aquella situación no lo consiguieron, y Raúl pensó que no era extraño.

-          Es complicado, ¿sabe? No todos los días intentan acusarle a uno de algo. – Espetó sin pensar demasiado en las consecuencias. Menos si es un policía, y menos si es de asesinato, pensó, pero ésta vez fue capaz de quedarse para sí sus palabras.

-          Nadie te está acusando de nada, Raúl. Sólo tratamos de descartar hipótesis posibles. Por eso queremos que nos ayudes.

-          Ya – Replicó sin demasiada convicción, y se arrellanó en el incómodo asiento.